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Opinión

De política y cosas peores

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Por Agencia - 04 marzo, 2019 - 11:12 p.m.
De política y cosas peores

Por: Armando Fuentes

Esta mujer se volvió a casar a los 70 años de edad. Lo que acabo de decir al principio del relato es su final. No es buen escritor aquel que desde el comienzo de su historia revela cómo acabará, pero a mí no me interesa ser buen escritor. Lo que me interesa es contar las cosas como fueron. O, mejor todavía, como a mí me habría gustado que fueran. Los grandes escritores tienen una ventaja: para ellos la realidad no existe. Los políticos -especialmente los del México de nuestros días- tienen esa misma ventaja: la realidad está frente a sus ojos y no la ven. O fingen no mirarla. Los escritores, en cambio, saben que hay una realidad, pero inventan otra que ayuda a los demás a ver la verdadera realidad.

Eso hicieron, por ejemplo, Shakespeare y Cervantes; eso hicieron Dickens y Balzac. El único mérito que tiene la historia que este día voy a referir consiste en que es rigurosamente histórica. O, mejor dicho, amablemente histórica, pues tiene final feliz. ¿Lo ven? Aún no empiezo a contarla y ya estoy diciendo cómo terminará.

Voy a lo que debo ir. Ella tenía 18 años; 24 él. Se hicieron novios y desde el primer día se dieron palabra de matrimonio; se hicieron promesa de esposos. Fueron ante el altar de la Virgen cuando en el templo no había nadie y de rodillas ante el altar de la Señora le juraron que serían el uno para el otro. Él había comprado dos toscos anillos de metal barato. Puso uno en el dedo de su amada y ella a su vez colocó el otro en el anular del hombre al que se había entregado, si no en cuerpo sí en alma. “Soy tu esposo” -dijo él. “Soy tu esposa” dijo ella. Esperen un momento.

Me estoy dando cuenta de que el color de la narración que voy haciendo es sepia, el color de las viejas fotografías que hoy sólo pueden verse en las tiendas de los anticuarios. Nada importa. Las historias, si son reales, son como son. Y si las inventas son como no son. Pero de cualquier manera, verdaderas o imaginadas, las historias son. Y esta historia es. Tiene realidad no porque haya sucedido, sino porque la inventé tal como sucedió. Esa noche aquellos novios se amaron con el cuerpo igual que ya se amaban con el alma. Fueron a la casa de un amigo de él que vivía solo y que se las dejó por unas horas. Ella vistió toda de blanco, igual que una novia en su noche nupcial. Él iba de traje y con corbata para dar solemnidad a la ocasión. Entre besos y caricias se fueron desvistiendo lentamente el uno al otro.

Para los dos era la primera vez. Hicieron el amor sin arrebatos, antes bien con morosidad, con ternura, como si quisieran que la entrega fuera más del espíritu que de la carne. Una sola vez lo hicieron. El resto del tiempo de que disponían esa noche lo pasaron en el lecho uno al lado del otro, abrazados en silencio. Luego se vistieron y él la llevó a su casa. No volvieron a repetir aquello. Pocos días después él encontró trabajo en una ciudad distante y se marchó. Y lo de siempre: no regresó ya. Ni una explicación. Ni una palabra. Pasaron los años. Eso es lo que mejor saben hacer: pasar.

También son buenos para curar heridas de las que no se ven. De vez en cuando a ella le dolía el alma, pero no se le notaba. Casó con otro hombre y enviudó. No tuvo hijos. Y un día, después de muchos años, apareció él. Se le presentó en su casa. Le dijo: “Soy tu esposo”. Y le mostró el anillo. Ella le mostró el suyo, que jamás se había quitado. “Soy tu esposa”, le respondió sin más. Al día siguiente fueron al templo de la Virgen y renovaron su promesa. Ahora viven juntos.

Ella no le pidió explicaciones ni él explicó nada. La misma vida que los separó volvió a unirlos. La historia que he contado sucedió en verdad. Yo la inventé.

FIN.

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