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Conejos de chistera

Por Admin - 24 octubre, 2016 - 01:08 a.m.

No es que sean parte de un fenómeno nuevo, simplemente están de moda. Y ya tienen algunos años saltando como conejos de chistera por el mundo. Lo que ocurre es que hoy uno de ellos podría llegar a la Presidencia de Estados Unidos, el cargo que se supone concentra el mayor poder político de este planeta en que todavía vivimos. A todos, es un decir por todos los que piensan como uno nada más, nos parece una estupidez mayúscula que eso pudiera ocurrir, pero ocurre cuando ocurre. Ahora y en el pasado. También es muy sencillo y fácil predecir que ocurrirá en el futuro. La culpa de todo, se dice con facilidad, la tienen los políticos profesionales, tradicionales, miembros de los sistemas políticos. Por ellos, por su desprestigio, brotan como —otro lugar común— hongos, luego de la lluvia que moja los bosques. Podría suponerse que son necesarios, aunque no lo sean. Son los candidatos “antisistémicos” (así les llaman hoy), charlatanes, populacheros, simplistas y simplificadores, iluminados, redentores, mesiánicos, habilidosos y a veces también simpáticos, cuya mayor virtud es decir y prometer lo que los votantes quieren oír. Los hay (los ha habido, échese un clavado en el ancho y profundo mar de la historia) de izquierdas y de derechas, si es que todavía esa geometría política subsiste. En los años recientes han aparecido por todos lados: en el Norte y en el Sur, en Europa y América, disfrazados de “ciudadanos”, de “independientes”, creando sus propios partidos que dicen que no son partidos o, de plano, agandallándose la candidatura de unos de esos partidos que dicen que desprecian. Unos han ganado; otros, no, pero en ambos casos han provocado buenos sustos. Sus triunfos son presentados como victoria del pueblo sobre el gobierno opresor; sus derrotas se deben al fraude electoral o a un complot de la mafia del poder. Lo ganado es legítimo; lo perdido no se reconoce. Los ganadores no han resultado mejores que aquellos con los que compitieron y sus promesas fueron tan vanas como de los políticos de siempre. Los perdedores se dedicaron a impedir el gobierno del rival que los venció. Hoy es Estados Unidos el que está en riesgo, pero haga una cuenta a vuelapluma de años recientes y no tan recientes en algunos de los países que ya lo vivieron: Rusia, España, Francia, Italia, Brasil, Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia; México, también. Donald Trump no es candidato presidencial por sí solo o por sus millones; tiene una base popular que lo apoya, que cree en él, que le permite competir con algunas probabilidades de ganar la elección: les está diciendo a los votantes estadunidenses lo que quieren oír, les promete lo que sueñan o imaginan, digamos que les está levantando el ánimo; está aprovechando ocho años de gobierno de Barack Obama, que al parecer no satisfizo al estadunidense común y que, claro, enfrentó los obstáculos que le puso el Partido Republicano. Fuera de Estados Unidos, Trump es una especie de diablo, pero sabe lo que quieren oír sus probables votantes: no hablaría contra los migrantes, contra el libre comercio, contra México y los musulmanes, no propondría el muro en la frontera sur de su país (que por cierto existe en muchas de las zonas urbanas y rurales de las principales ciudades fronterizas), ni tendría posturas y actitudes misóginas, entre muchas otras cosas más, si supiera que con ellas pierde plusvalía electoral. Al contrario, sabe que con ellas la obtiene. Y enfrente no tiene a una competidora que marque una diferencia. Hillary Clinton arrastra, por ejemplo, con la herencia de la dura política antiinmigrante de Obama y en materia de libre comercio ha prometido, como Trump, revisar el tratado con México y Canadá. A nivel popular, no se notan las diferencias de fondo, aunque habrá quien ponga en la balanza cuestiones hoy políticamente correctas en favor de la candidata demócrata. Nada más. Quizás —y esto es mera especulación del escribidor— un votante estadunidense bien informado y no fanático llegaría a la conclusión de que, como se dice en México, no hay para dónde hacerse, porque tan malo es el pinto como el colorado. Pero en Estados Unidos, como en todo el mundo, no son los votantes bien informados y serenos quienes deciden una elección; generalmente ellos son minoría: el “círculo rojo” diría el inefable Vicente Fox (un buen ejemplo de esos candidatos, llamémosles, “emergentes”). Y hay que decirlo: los candidatos merolicos ganan porque obtienen los votos suficientes, emitidos por electores insatisfechos con sus gobernantes y que apuestan a ilusiones. Es el riesgo de la democracia. Hay quienes creen que los sistemas políticos, sus partidos y sus políticos están en una crisis profunda. Es probable. Pero también hay una grave crisis de ciudadanos, los electores que se encomiendan (así) a farsantes. ¿No serán los ciudadanos los que están fallando? Acá en México habrá que pensarlo rápido, porque en menos de dos años habrá elecciones presidenciales.

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