Por: Yolo Camotes
La gran tragedia de la Revolución Mexicana, fue haber eliminado una dictadura estable para imponer otra igual o peor y para colmo inestable.
A través de la revolución se fue eliminando a toda una generación de jefes y caudillos que por su honestidad, fidelidad a sus principios y alta calidad moral, le habrían dado un rumbo totalmente distinto al país.
El nuevo estado mexicano, nació de la violencia de la guerra civil, la terrible paradoja fue que estos hombres de probada calidad moral y social como lo fue Felipe Ángeles, el General Lucio Blanco, el general Buelna, mejor conocido como “el granito de oro”, entre otros, no cayeron combatiendo al porfirismo o la traición de Victoriano Huerta, sino a manos de sus propios hermanos revolucionarios que después se harían “institucionales”.
Muy pocos de ellos alcanzaron los 50 años de edad, Felipe Ángeles, uno de estos hombres honestos y fieles, fue el más distinguido oficial del ejército que se sumó a las filas del pueblo durante la Revolución Mexicana.
Nacido en sí cual tipán, Hidalgo en 1869, ingresó a los 14 años al colegio militar donde sobresalió en matemáticas y ciencias físicas.
Estudió técnicas militares en Europa y en vísperas de la Revolución era considerado uno de los oficiales más preparados.
En 1912, el Presidente Madero lo nombró director del Colegio Militar y después comandó la campaña contra los rebeldes zapatistas en la que evitó los excesos y crueldades de Victoriano Huerta, por lo que se ganó el respeto y admiración del propio Zapata.
Cuando importantes jefes del ejército federal traicionaron a Madero, Ángeles se mantuvo leal hasta el fin y fue encarcelado con el presidente.
Luego del asesinato del mandatario, pasó por la cárcel y el destierro antes de incorporarse a la revolución constitucionalista, primero con Secretario de Guerra en el gabinete de Venustiano Carranza y luego como jefe de la artillería de la División del Norte al mando de Pancho Villa.
Esto último lo convirtió en enemigo de Carranza que decretó la muerte para los traidores.
En esta entrega, recordaremos los momentos finales de este gran personaje de la historia nacional.
La noticia de la captura de Felipe Ángeles corrió rápidamente, el teatro de los héroes de la ciudad de Chihuahua fue abarrotado por una multitud que no quería perder detalle alguno del juicio sumario al que será sometido.
Para nadie era un secreto que Carranza había dictado sentencia de muerte desde 1914 cuando Ángeles encabezó la insubordinación de generales que apoyaron a Pancho Villa en su rompimiento con el primer jefe.
A las ocho de la mañana del 25 de noviembre de 1919, cerca de 5 mil personas llenaron galerías y palcos, Ángeles sería juzgado por el delito de rebelión.
El juicio duró cerca de 16 horas, el General hizo un recuento de su vida, de sus orígenes, de los lejanos años en el Colegio Militar, de su incorporación a la Revolución Mexicana, de la derrota del villismo, del exilio y de su regreso a México.
Por encima de las diferencias que lo alejaron, defendió había compasión: “Como he dicho antes, la misión que traje fue de conciliación, de aconsejar a Villa, porque Villa es bueno en el fondo, a Villa lo han hecho malo las circunstancias, los hombres, las injusticias, eso le ha perjudicado. Con el anduve cinco meses predicando los principios de fraternidad que deben unir a todos los hombres, hasta que me separé de él por no convenir en su conducta con los prisioneros, a quienes fusilaba, idea que traté de quitarle, como se la quité en muchas ocasiones”.
Más que una comparecencia, Ángeles aleccionó a los jueces, habló de la política y sus valores, de la ética, de la educación, del desarrollo del pueblo, de los grandes problemas nacionales, en sus palabras se percibía la tristeza de quien se duele por su patria, denunciaba las carencias de la sociedad y establecía los pasos para su redención.
“El hombre debe ser hombre primero, después padre o madre, según su sexo y sentir deberes para con la sociedad a la cual debe honor y respeto. En la educación de nosotros falta lo esencial: principios sólidos para la vida, educación interior, que es la que hace los hombres grandes. Si en esta revolución se cometen errores es porque toda la educación está limitada. El pueblo vive esclavo de la ignorancia y nadie se preocupa por su liberación”.
Los jueces frustrados intentaban llevarlo al terreno de los usos concretos, de las batallas, de sus combates al lado de Villa que demostrarán que era un traidor a Carranza.
Sobre esos temas deliberarían para sentenciar al General, el cual sabía que todo era una farsa, por lo que no tenía prisa, así que él ya no hablaba, iba van más allá, él predicaba.
“No he dicho nada contra la Constitución, he predicado la fraternidad, he predicado la doctrina de conciliación y de amor, la democracia consiste en que cada uno se baste a sí mismo para que en unión con los demás, pueda ser libre y por tanto disponer de libertad de su gobierno, en sus hechos y en su propia vida”.
Ángeles negó las acusaciones de traición que lo señalaban como un rebelde buscado el derrocamiento del régimen legalmente constituido.
Rechazo haber tenido un mando de tropas durante los cinco meses que estuvo con Villa. Demostrí no estar en contra de la Constitución de 1917. Hablo durante horas de su misión para México.
Al final expresó: “Sé que me van a matar, pero también que mi muerte hará más por la causa democrática que todas las gestiones de mi vida, porque la sangre de los mártires fecundiza las grandes causas”.
Cerca de la medianoche del 25 de noviembre y tras varias horas deliberando, el Consejo condenó a muerte a Felipe Ángeles.
Al escuchar el fallo el General no mostró sorpresa alguna. Unos días antes había dicho: “Que venga la muerte pronto”, su rostro permanecía sereno.
No hubo expresión alguna de dolor, miedo o tristeza, todo mundo en el teatro de los héroes se quedó en silencio.
Ángeles fue llevado de vuelta a la prisión donde ya le esperaba su última cena preparada en un restaurante de Chihuahua.
También se encontró con un flamante traje negro enviado por varias damas de sociedad. Horas antes de su muerte las pasó conversando.
Cuando un sacerdote le preguntó si quería confesarse, Ángeles manifestó que no. “Mejor que un confesor, debería estar aquí un filósofo que estudiara en provecho de la humanidad, los últimos momentos de un hombre que teniendo amor a la vida, no teme perderla”.
Como última voluntad pidió papel y pluma, a unas horas de su ejecución, sus últimos pensamientos fueron para su compañera de toda la vida.
Con mucha calma, tomó el banquillo de madera, se apoyó sobre la maltrecha mesa que le sirvió como escritorio y escribió tan sólo unas breves líneas donde entregaba su corazón aún antes de morir.
“Adorada clarita estoy acostado descansando dulcemente, oigo murmurar la voz piadosa de algunos amigos que me acompañan en mis últimas horas. Mi espíritu se encuentra en sí mismo, pienso con afecto intensísimo en ti. Hago votos fervientes porque conserves tu salud, tengo la más firme esperanza que mis hijos serán amantísimos para ti y para su patria. Diles que los últimos instantes de mi vida los dedicaré al recuerdo de ustedes y les enviaré un ardientísimo beso. Tú amado Felipe Ángeles”.
Durante su corta estadía en prisión, por las mañanas tomaba un baño y luego dedicaba largas horas a la lectura y escribir su correspondencia.
Ángeles sabía que el juicio era una farsa y que estaba ya condenado por Carranza, así que días antes ya había comenzado a escribir cartas de despedida a sus amigos.
En el poco tiempo que le quedaba, también lo dedicó a su pasión por la lectura. releyó algunos pasajes de la vida de Jesús, faltando algunos minutos para las seis de la mañana del 26 de noviembre le comunicaron que había llegado la hora. Se despidió de sus amigos y con gallardía y firmeza caminó hasta el lugar de la ejecución.