Madre migrante; y su 10 de mayo

Lucía Pacheco Placencia, una migrante originaria de República Dominicana, este día tiene otro sabor. Hoy, como el año pasado, se encuentra lejos de sus hijas.

Por: Carolina Salomón

Para muchas madres, el 10 de mayo es un día de celebraciones, abrazos, sonrisas y mensajes de amor. Pero para Lucía Pacheco Placencia, una migrante originaria de República Dominicana, este día tiene otro sabor. Hoy, como el año pasado, se encuentra lejos de sus hijas y nietos, marcando otro Día de las Madres en el que la distancia y el dolor han sido más fuertes que las alegrías de la ocasión.

A sus 54 años, atraviesa una dura realidad. Hace un año y medio, su vida dio un giro inesperado cuando un accidente en el tren la dejó varada en Frontera, con las piernas amputadas.

La mujer había dejado atrás su hogar en Venezuela, donde vivió desde los 12 años, para buscar una vida mejor en Estados Unidos para ella y sus hijas: Nataly, de 34 años; Arlenis, de 29; y Catherine, de 28. Pero su sueño se detuvo en México, donde sufrió la tragedia que cambiaría su vida para siempre.

Viajaba en uno de los vagones del tren cargado de varilla cuando, en su intento por cruzar a otro vagón, sufrió una caída fatal. Resbaló y, al intentar sostenerse con una mano, el tren la arrastró, cortándole las piernas.

La ambulancia llegó rápidamente y la trasladó al hospital Amparo Pape, donde los médicos le dieron poca esperanza. Había perdido mucha sangre y su vida pendía de un hilo. Su supervivencia fue un milagro.

Aunque la tragedia física fue inmensa, Lucía encontró refugio y solidaridad en la Iglesia Verbo Encarnado, en el municipio de Frontera, donde lleva viviendo desde hace más de un año.

Ahí, a pesar de su dolor, ha logrado encontrar algo de paz. Ha aprendido a hacer peinados y ha comenzado a colaborar en las tareas de limpieza y otras actividades de la iglesia, ayudando a su manera a quienes le han brindado apoyo.

"Gracias a Dios he tomado las cosas con calma, pero hay veces en que me levanto deprimida, melancólica, pensando en la familia, pero Dios es muy grande, y el padre Paulo Sánchez ha sido como un ángel protector para mí".

La mujer ha mantenido el contacto con sus hijas y nietos a través de videollamadas, pero sabe que lo que más anhela es un abrazo, el calor de sus hijas y la risa de sus nietos.

Como muchas madres migrantes, vendió su casa en Venezuela para comenzar un largo y arduo viaje, dejando atrás la tierra que la vio crecer.

El viaje la llevó por países como Honduras, Guatemala, Costa Rica y Panamá, y finalmente, México, donde llegó con la esperanza de alcanzar el sueño americano.

En su travesía, enfrentó no solo el sufrimiento físico de caminar largas distancias bajo condiciones extremas, sino también la violencia que acompaña a los migrantes en su camino: despojos de dinero, robos, abusos psicológicos y la constante amenaza de ser atrapada por las autoridades migratorias.

A pesar de todo, Lucía nunca sufrió abusos sexuales, aunque sí la despojaron de sus pertenencias. Luchó contra lluvias torrenciales, fríos intensos, calores insoportables y los constantes cambios de clima que desbordaron su resistencia física y emocional.

Hoy, se enfrenta a la incertidumbre de su futuro. Si bien tiene esperanzas de poder reunirse con sus hijas en Colombia, sabe que la burocracia y la falta de recursos dificultan ese sueño. Si no logra regularizar su situación en México, podría ser deportada a Venezuela, un país que ya no tiene para ella el consuelo familiar que alguna vez ofreció.

Por ahora, su mayor consuelo sigue siendo la fe y el apoyo de la comunidad que la ha acogido. Ha aprendido a hacer peinados y técnicas de belleza, con la esperanza de poder encontrar una oportunidad de autoempleo en el futuro cercano.

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