Pablo González y la banda del carro gris

Un héroe revolucionario, un sicario del sistema, un talentoso delincuente; aquí el relato de Yolo.

Por: Yolo Camotes

La Revolución Mexicana fue el conflicto político social más trascendental de México durante el siglo 20.

Una de las imágenes más ‘clavadas’ en nuestra mente, es la de los revolucionarios recorriendo el país montado a caballo o trepados en locomotoras de vapor, pero contrariamente a lo que se puede creer, los automóviles ya jugaban un papel importante en esa etapa de la historia.

De hecho, la historia del automóvil en México, inicio en el contexto del porfiriato, unos cuantos años después de que Carls Benz diera a conocer su invento en Alemania en 1886.

Se ignora con exactitud quién fue la primera persona que trajo la automóvil a México, pero sí se sabe que el primero llegó al país en 1895.

Lo que es un hecho, es que el automóvil llegó a México y al mundo para quedarse, ya que desde un principio cautivó a las clases pudientes.

Fue tanto el éxito, que en 1903 ya se tenía un parque vehicular de 136 unidades, el cual creció hasta los 800 vehículos en tan sólo tres años.

Entre los autos más populares estaban los Oldsmobile, Oakland, Humphrey y Ford modelo T.

De esta manera comenzó una lenta pero paulatina transformación del entorno urbano donde los carruajes tirados por caballos compartían su espacio con los ruidosos vehículos motorizados.

Entre los modelos antes mencionados destacan los Ford T, adaptados para poder transportar a una decena de pasajeros.

Por lo general su uso se orientó más al transporte público y al traslado de los gendarmes a través de las calles de la Ciudad de México.

Aprovechando los primeros años luego del caos de la revolución, hubo personajes que los emplearon al servicio del crimen.

Incluso se recuerdan asesinatos a bordo de automóviles, como el de Pancho Villa, entre otros que con el tiempo se convirtieron en un problema para la propia causa revolucionaria.

Uno de estos usos para cometer tropelías, lo realizó un grupo de personas durante los años posteriores a la revolución, se les conoció como “La banda del automóvil gris”.

El recurso para cometer sus crímenes era muy novedoso, utilizaba uniformes de policía militar, se presentaban con órdenes de cateo falsas e ingresaban a domicilios y comercios que rápidamente saqueaban.

Con el botín en sus manos, se subían a su tradicional vehículo y huían a toda prisa para perderse en algunos de los barrios pobres de la ciudad de México.

Corría el año de 1915 y la gente comenzó a temerle a la terrible banda del automóvil gris.

Los tiempos eran propios para la delincuencia, con las diversas ocupaciones militares durante la revolución, había desaparecido la entonces eficiente seguridad pública que gozó el Porfiriato.

Con sus poco más de 700 mil habitantes, la Ciudad de México era víctima de los cateos constantes autorizados por el gobierno para buscar armas y enemigos, de ahí que la banda del automóvil gris aprovechará el caos para asestar sus golpes.

Por algunos meses con este “modus operandi”, la famosa banda sembró el terror en la capital de la República.

Además del robo, pusieron de moda el secuestro, la gente sospechaba que algunos generales carrancistas estaban involucrados con el crimen organizado, un rumor con fuertes fundamentos.

Recordemos que cuando el Ejército Constitucionalista entró por primera vez a la capital del país, los constitucionalistas saquearon de tal forma las casas y comercios, que pronto fueron conocidos como “Carranclanes” o “Consusuñaslistas”.

Luego de tanto robar, se asoció rápidamente la palabra “carrancear”, al de robar.

La banda estaba conformada por elementos españoles y mexicanos; Higinio Granda de nacionalidad española, fungía como jefe de la misma, Francisco Oviedo, mexicano sub jefe de la banda, los españoles Ángel García y Ángel Fernández, así como los mexicanos Luís Hernández, Manuel León, Santiago Risco, José García, José Fernández Quintero y Rafael Mercadante.

A nadie sorprendió que las órdenes de cateo con que operaba la banda del automóvil gris, estuvieron firmadas por el General Pablo González Garza lugarteniente de Carranza.

El escándalo era tan evidente que en la carta abierta que Zapata le escribió a Carranza en 1916, acusó a sus hombres de ladrones.

Aquí un extracto: “Esa soldadesca lleva su audacia hasta constituir temibles bandas de malhechores que llenan las ricas moradas y organiza la industria del robo a la alta escuela, como lo han hecho ya la célebre mafia del automóvil gris, cuyas feroces hazañas permanecen impunes hasta la fecha por ser directores y principales cómplices, personas allegadas a usted o de prominente posición en el ejército”, acusaba Zapata.

Entre los muchos hechos delictivos que cometieron destaca el ocurrido en la casa del Ingeniero Gabriel Mancera en las calles de Donceles número 94 de la Ciudad de México.

Mancera era un rico minero nacido en el estado de Hidalgo, contaba con varios fundos en Mineral del Chico, además era dueño de varias fábricas de textiles en Tulancingo y propietario de los ferrocarriles Hidalgo y del Noroeste.

Lo robado a Mancera quien fue en ese momento Presidente Municipal de Pachuca y diputado, ascendió a 434 mil 960 pesos.

En el botín se encontraron un collar de esmeraldas que a los pocos días pasó a adornar el cuello de la “gatita blanca” María Conesa primera triple española del Teatro Principal, el cual fue obsequiado por el mismo Pablo González de quien fuera amante o quizá por el mismo Higinio con el que también tuvo sus amoríos.

Otra característica muy propia de la banda del automóvil gris, fue su predisposición para atracar casas en las que residían mujeres viudas, donde encontraban una débil resistencia por parte del personal doméstico. 

Muchos de los atracos realizados nunca fueron denunciados por temor a las represalias ya que las personas víctimas de los robos a ciencia cierta no sabían si habían sido víctimas de un asalto por parte de facinerosos o de verdaderos representantes de la autoridad.

Muchas de las familias atracadas prefirieron guardar silencio a meterse en problemas.

Hoy en día paso algo similar, pues la mayoría de los crímenes quedan sin denunciar debido a la gran “eficiencia” de nuestras autoridades y a la gran desconfianza que existe de ellas.

En aquellos tiempos el papel moneda no tenía valor alguno, por lo que la banda iba sobre objetos y máxime si éstos contenían algún metal precioso como plata u oro. Cargaban con vajillas, candelabros, anillos, aretes, collares, vasos, copas, ropa, etcétera.

Los atracos fueron subiendo de tono y alcanzando niveles de barbarie insospechados, donde el asesinato era ya frecuente.

También iniciaron la moda del secuestro, una novedad en el país que no existió en épocas porfirianas donde no había contemplaciones y que llegó para quedarse.

Así secuestraron a Alice la joven y bella hija de François Thomas, un acaudalado francés, mientras caminaba por la calle.

Exigieron un rescate de 100 mil pesos oro, y su padre acudió a las autoridades, las cuales se dijeron incapaces de hacer algo.

El padre con ayuda de la Embajada Francesa reunió el dinero entregándolo en el Bosque de Chapultepec.

Esa misma noche Alice fue liberada, aunque las cosas jamás serán iguales para ella, luego que la banda no contentos con secuestrarla, los 12 miembros de la banda la ultrajaron 23 veces, esa fue la gota que derramó el vaso social.

La opinión pública comenzó a exigir justicia haciendo manifestaciones y ejerciendo presión en las autoridades, en especial sobre Pablo González, entonces Gobernador del Distrito Federal, y del cual se comenzaba a correr el rumor de que protegía a los maleantes.

Ante esto y “como por arte de magia”, la policía capturó de inmediato a la temible banda.

Las autoridades sabían muy bien quién era el poseedor de ese automóvil y en diciembre de 1915, los 16 miembros de la banda fueron puestos a disposición de las autoridades.

Un tribunal militar ordenó la ejecución de seis de ellos: Rafael Mercadante, e Higinio Garanda, fueron de los afortunados, pues se les perdonó la vida con una condición; confesar la localización de los botines y los nombres de todos los cómplices, pero el primero, antes de que hablara murió envenenado.

Por su parte Francisco Oviedo, otro de los miembros de la banda después de declarar que iba a hacer revelaciones sobre quién en realidad el verdadero cabecilla, perdió la vida cuando su cabeza “tropezó” con una piedra unas diez veces. Las autoridades dijeron que “fue un accidente”.

Granda, en cambio fue liberado de prisión en 1920, con el apoyo del General Pablo González, ingresó a laborar como servidor público del sistema judicial y como vendedor de bienes raíces.

Poco tiempo después, antes del fusilamiento, Pablo González conmutó la pena de muerte a José Fernández, Francisco Oviedo, Luis Losa y Bernardo Quintero”.

Así se fusiló solo a los miembros de la banda que fueron operadores ocasionales, de bajo nivel, mientras los cabecillas vivieron tranquilamente por el resto de sus vidas.

Poco tiempo después del fusilamiento de los miembros de bajo rango, el General Pablo González Garza se dedicó a preparar otra de sus “hazañas heroicas”: la eliminación de Emiliano Zapata y del cual se considera uno de los actores intelectuales de su asesinato ocurrido el 10 de abril de 1919 en la Hacienda de Chinameca, Morelos.

La impunidad y la corrupción se habían apoderado de la Revolución Mexicana y de las cúpulas que le dirigían, algo que hoy en día continúa.

Sólo como anécdota, el tiempo le cobró sus fechorías a Pablo González, pues fue condenado a muerte por un tribunal por conspirar contra el gobierno de Adolfo de la Huerta, aunque por razones desconocidas, el propio Presidente lo indultó, saliendo exiliado los Estados Unidos y estableciendo ahí un banco con el capital robado… perdón… ahorrado del producto del sudor y esfuerzo de tantos años de trabajo.

El Mexican American Banking Company de Laredo, Texas, y del cual no le duró mucho el gusto, pues éste se fue a la bancarrota durante el “crack” financiero de 1929.

El General quedó casi en la miseria y regresó a México en 1940 sin un solo centavo, muriendo el 4 de marzo de 1950 en la ciudad de Monterrey.

Sus restos, por increíble que parezca, están depositados en la explanada de los héroes, en la Macroplaza de la ciudad de Monterrey, junto a los generales Antonio Villarreal y Juan Zuazua, al pie de la estatua de Don Miguel Hidalgo y Costilla, quizá por eso la escultura de Hidalgo se le ve con una mano extendida hacia el aire, como diciendo: “Porque me lo pusieron aquí”.

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