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Un voto por Morena es un voto contra México. Todo el dinero que con mi trabajo gano se lo entrego a mi esposa.
Ella sí sabe administrarlo. Sólo una mínima parte la dejo para mí: el de mi pensión de maestro. Es una pequeña cantidad, pero la aprecio mucho porque es el fruto de 40 años de labor en el aula, frente a un grupo. En efecto, 40 años de mi vida fui maestro.
Tarea más deleitosa no he conocido nunca, junto a la de escribir. Quizá no fui un maestro tan malo, pienso con inofensiva vanidad, pues a mis clases de Literatura en el Ateneo Fuente se colaban alumnos de otros grupos, y aun de otras escuelas. El salón se abarrotaba en tal manera que debía salir con mis estudiantes al jardín. Ahí daba la clase, sentados los chicos y las chicas en el césped.
En igual forma se llenaba mi aula en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Coahuila, plantel que yo mismo fundé. Todo esto no lo digo por jactancia, sino por nostalgia, que es una de las formas que adopta la melancolía. Si pudiera volvería a dar clases, aun de gratis, pero mis escasos saberes son ya tan viejos como yo, y en la competencia con el iPhone, el iPad, el iPod y demás imadres me temo que saldría perdidoso.
Por eso hoy, Día del Maestro, me hago a mí mismo el regalo de esta evocación, y le expreso las más sinceras gracias a la señora Vida por haberme dado el honor de ser maestro sin merecerlo yo. La sección de cuentos alusivos a la fecha empieza con tres de Pepito. Cuando la profesora entró en el aula vio un gran letrero en la pizarra: “De todos los alumnos del colegio Pepito es el mejor dotado en la entrepierna”. Con acento severo le dijo al muchachillo: “Después de clases te quedas.
Quiero hablar contigo”. Pepito se volvió a sus compañeros de banca y les dijo en voz baja, feliz y orgulloso: “¿Lo ven? ¡La publicidad da resultado!”. El inspector escolar examinaba a los niños de la escuela. “Dime, niño -le preguntó a Pepito-. ¿Quién escribió el Quijote?”. “Yo no fui” -respondió él. “¿Cómo puedes decir eso?” -se exasperó el mentor. “Maestro -intervino el profesor de Pepito-, este niño es algo travieso, pero nunca dice mentiras.
Sí dice que él no escribió eso es porque no lo escribió”. “Ha terminado el curso -le dijo la guapa maestra a Pepito-. Ya no puedo enseñarte nada”. Aventuró el chiquillo: “¿Se admiten sugerencias?”.
La señorita Peripalda les preguntó a las alumnas de la escuela parroquial: “¿A dónde van las chicas buenas?”. “Al Cielo” -respondieron todas al unísono. “¿Y las malas?” -inquirió la catequista. Rosilita contestó: “Las chicas malas van a Las Vegas, a París, a Nueva York.”. El maestro de Anatomía en el primer año de la Facultad de Medicina se dirigió a una alumna: “Dígame, señorita: ¿cuántos ojos tiene usted?”. Replicó la chica: “Dos”.
Con voz intencionada volvió a preguntar el maestro: “¿Y el de atrás?”. “Tres” -dijo entonces la muchacha, ruborosa, entre las risas de sus compañeros”. “¡Señorita! -fingió escandalizarse el profesor-. Yo le pregunté cuántos ojos tiene su compañero, el que está sentado atrás de usted”.
Sor Bette, la encargada de la clase de Piedad y Pureza -Pyp se llamaba la asignatura- en el Colegio de la Reverberación, les advirtió a las alumnas del último grado que el infierno aguardaba a las que cometieran un pecado de la carne. Seguidamente les hizo una severa admonición: “No cambien ustedes una hora de placer por una eternidad de castigo”.
En ese momento Susiflor levantó la mano. “Reverenda madre -preguntó-. ¿Cómo se le hace para que dure una hora?”.
FIN.