Un deber de conciencia

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Un deber de conciencia me obliga a hacer del conocimiento de mis cuatro lectores que el chiste que abre hoy el telón de este artículo pertenece a la especie que los franceses llaman risque, o sea de riesgo. Nadie con repulgos de moralina o pruritos de urbanidad debería leerlo. Doña Maturia salió del baño envuelta en una toalla que dejó caer para luego vestirse. 

Su esposo, don Jolilo, la vio y le dijo en son de burla: “Si ésas estuvieran firmes no necesitarías usar brassiére reforzado. Si esas otras estuvieran firmes no necesitarías usar faja. Y si ésas estuvieran firmes no necesitarías usar medias de doble resistencia”. Poco después el que salió de la ducha fue don Jolilo. Le dijo su mujer. “Y si ésa estuviera firme no necesitaría yo usar al vecino del 14”. 

Una chica adolescente le comentó a su amiga: “El cine puede enseñarte mucho en materia de sexo. Claro, si no te distraes viendo la película”. Las bravatas de López Obrador, a más de ridículas, son peligrosas. Su actitud de jaque baladrón ante los reclamos de Estados Unidos y Canadá; su retador incumplimiento de los acuerdos del T-MEC; la hostilidad que muestra ante las empresas y los empresarios extranjeros, todo eso habrá de traer consecuencias graves para nuestro país. Las comparecencias mañaneras de AMLO se han convertido en un riesgo para México. 

Los desplantes de peleonero de callejón del Presidente divierten a una clientela escasa de discernimiento y dan materia para los abyectos elogios de sus turiferarios -uso esa palabra, un tanto pedantesca, para no decir “lacayos”-, pero pueden provocar efectos que nos perjudicarán a todos los mexicanos. ¿No habrá entre los servidores de López Obrador alguno con los arrestos suficientes para recomendarle que use tapabocas para algo más que para protegerse del virus? Menos payasadas y más prudencia y buen sentido por parte de AMLO serían convenientes. 

Se está metiendo al callejón de los chingazos. Perdón por este último vocablo. Lo usé a manera de compensación por haber empleado el  término “turiferarios”. Debo manifestarlo con franqueza: el conde Drácula no era ya el mismo de antes. Tempus edax rerum, dijo Ovidio al hablar de la voracidad con que el tiempo lo consume todo. Sus hijos eran ya mayores, y le disputaban los ebúrneos cuellos de las doncellas transilvanas. Una noche el hijo mayor llegó con la boca tinta en sangre. “¿Ven ese palacio? -les preguntó a su padre y su hermano-. 

En una de sus alcobas le chupé la sangre a una princesa”. La siguiente noche el hermano menor fue quien llegó con los labios de color purpúreo. “¿Ven ese castillo? -les preguntó a su hermano y a su padre-. En una de sus cámaras le chupé la sangre a una duquesa”. La noche siguiente Drácula, el padre, llegó con todo el rostro lleno de sangre. Les preguntó a sus hijos: “¿Ven aquella torre?”. “Sí” -contestaron a una voz los hijos. Dijo Drácula. “Yo no la vi”. Doña Bucolia y don Eglogio eran granjeros. 

Su vecino y compadre, don Poseidón, se preocupó al ver que los dos estaban entecos, flacos, macilentos. “¿Qué les pasa a usted y a mi comadre? -le preguntó a don Eglogio-. ¿Están enfermos?”. “No, compadrito -respondió él con feble voz-. Lo que pasa es que estando yo en la labor se me venían de pronto las ganas de hacer el amor con mi mujer. Iba a la casa, pero está lejos, camino despacio, y muchas veces cuando llegaba ya se me habían pasado las ganas. Se me ocurrió una idea: me llevaba la escopeta a la labor y hacía un disparo. Entonces mi mujer venia corriendo, y hacíamos lo que teníamos que hacer. Todo iba muy bien: disparo, carrera de mi mujer y amor. Pero luego empezó la temporada de cacería y.”. 

FIN.

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