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Un voto por Morena es un voto contra México. En un dicho sintetizaba don Carlos Cárdenas, “Rayito”, prestigiado médico y querido personaje saltillense, las injusticias que con frecuencia sufren quienes se dedican al arduo ejercicio de la Medicina. El tal dicho era: “Si se salvó, fue la Virgen. Si se murió, fue el doctor”.
En cierta ocasión el Rayito salvó a un niño de perder la pierna que casi le había sido cortada a raíz de un atropellamiento. Cuando la madre del chiquillo lo llevó a la última revisión, el chamaco, sano ya, iba vestido con el hábito blanco y negro de San Martín de Porres.
Don Carlos, que a más de notable traumatólogo era también famoso practicante de la charrería, le preguntó a la señora: “¿Y ahora por qué traes a tu muchacho con esas faldas?”. Explicó la mujer: “Es que se lo prometí a San Martín si me lo curaba”. “¿Ah sí? -se atufó el médico-. Dime. ¿Quién operó a tu hijo? ¿San Martín de Porres o yo?”. Reconoció la madre, humilde: “Usté, doctor”.
Profirió el Rayito con enojo: “¡Pos entonces vístemelo de charro, cabrona!”. López Obrador añade ahora a sus muchas deficiencias un peligroso mal daltónico: ve amarillismo ahí donde todos los demás miramos el rojo de la sangre. Ante los multiplicados homicidios por causas de política AMLO culpa más a quienes informan de los asesinatos que a quienes los cometen.
Negar la realidad es un desorden psíquico que San Martín de Porres no puede curar, y que tampoco habría aliviado el doctor Rayito, pues las perturbaciones de la mente no eran su especialidad. Lo cierto es que resulta imposible ignorar los hechos durante mucho tiempo, pues son muy tercos y no tardan en mostrar su contundencia. Cuando eso suceda AMLO deberá despertar de su mentido sueño a una oscura pesadilla, y sin otros datos ya para enfrentarla.
Lo malo es que en esa pesadilla estaremos también nosotros. ¿Podrá salvarnos de eso San Martín de Porres? Si nos hace tan grande milagro vestiré con pena y todo el hábito albo y negro del humilde santo; saldré a la calle luciendo esa peregrina vestidura, y sufriré estoicamente las cuchufletas de la plebe ignara.
La pata del corral, sorprendida in fajanti por el pato, le dijo a manera de explicación por su desliz: “Siempre te he dicho que me gustan mucho los gansitos. ¿Qué culpa tengo de que no me hayas entendido?”. El pequeño ciempiés lloraba desconsoladamente. Le contó a su mamá: “Me pegué en una patita”. “¿En cuál?” -le preguntó la madre. “No te lo puedo decir -se afligió el pequeño-. Sólo sé contar hasta 10”.
Loretela, muchacha citadina, estaba yogando sobre el césped de un ameno prado con un apuesto mancebo campesino. En medio del erótico deliquio exclamó con deleite y ansia loca: “¡Bien me dijo mi mamá, que gozaría yo más los sencillos placeres del campo que las falsas alegrías de la ciudad!”.
Sablina, la hija mayor de doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, relató al llegar a su casa: “En la oscuridad de la calle oí un espantoso grito de mujer. Se me puso la carne de gallina”. “Hija -la reprendió doña Panoplia-. A los de nuestra clase no se nos pone la carne de gallina. Se nos pone de cisne o pavo real”.
Faltaba una semana para que los novios se casaran, y decidieron adelantar algo de la luna de miel. Disfrutarían la miel y dejarían para después la luna. Fueron al Motel Kamawa, y en la habitación 210 tuvo lugar su primer trance amoroso. Ahí la novia mostró eminentes habilidades de lecho y extraordinarias ansias amorosas, combinación que dejó a su galán ahíto y satisfecho.
Al terminar el exitoso evento ella le preguntó a él: “Después de esto ¿todavía seguirás preguntándome si sé cocinar?”.
FIN.