”Fui a una casa de mala nota -les contó don Cucurulo a sus amigos-, y a la primera mujer que vi ahí ofreciendo sus servicios a los clientes fue a mi esposa”. Uno de los amigos se condolió: “¡Qué gran desgracia!”. “Ni tanto -declaró don Cucurulo-. Ella no me vio a mí”.
Una señora comentó en la merienda de los jueves: “A mi hijo los niños le pegan en la escuela, lo insultan y se burlan de él”. Le sugirió una de las presentes: “Quéjate con el profesor”. Respondió la señora, amohinada: “Él es el profesor”.
Doña Caronta estaba en el lecho de agonía. Con el último aliento le dijo a su marido: “Si muero dale mi ropa a alguien que la necesite”. “Imposible -opuso el sujeto-. Tú eres talla XL3 y ella es S”.
“Huevos fríos”. Así son llamados los habitantes varones de cierta ciudad fronteriza del noroeste mexicano, pues acostumbran manejar llevando entre las piernas una lata de cerveza helada. Tal hábito se explica: nos son raras ahí las temperaturas de 45 grados a la sombra (“Pos pa’ qué se ponen a la sombra”, sentenciaría Babalucas), y entonces esa medida se las dicta el instinto de conservación.
Lo peor que puede haber en este mundo, después de una mujer fría, es una cerveza que no lo esté.
Recuerdo como si fuera mañana una trágica experiencia que tuve en mi primera estancia en Madrid. Visité los jardines de Aranjuez. Era el mediodía, y hacía un calor de dos mil diablos. Cuando acabé el recorrido mi sed era mayor que la de aquel aristócrata -fifí, en lengua gansa- que extravió el rumbo en el desierto. Desfallecido, laso, se iba arrastrando por la arena al tiempo que suplicaba: “¡Perrier! ¡Perrier!”. Pues bien: entré en un bar y pedí una cerveza. Me imaginaba ya apurándola a largos tragos como hacía y sigo haciendo en Monterrey, la ciudad del mundo donde se sirve más helada la cerveza, y mejor, porque la ponen en hielo, no en refrigerador. El mesero madrileño -mozo o camarero en este caso- me trajo la botella. La tomé al punto y al punto la tomé. ¡Ira de Dios!, como decían los piratas de Salgari: la cerveza estaba al tiempo, y el tiempo era infernal. Así, tibia, caliente casi, se servía en España la espumosa bebida antes de que el turismo impusiera sus usos y costumbres. No sé cómo la tomaría el rey Gambrinus, legendario patrono e ícono mayor de la cerveza, pero no beberla helada -”como mirada de suegra”, dice la frase hecha- es un pecado capital. En el vino está la verdad; en la cerveza la mitad.
Una señora diputada de Morena propone ahora que en la Ciudad de México no se venda la cerveza helada, sino al tiempo, a fin de desalentar su consumo. La medida, cuestionable desde el punto de vista de las libertades, puede resultar contraproducente: los consumidores, en vez de comprar en la tienda de conveniencia media docena de cervezas frías para compartirlas con familiares o amigos, atiborrarán de latas o botellas el refrigerador de casa a fin de tenerlas listas ya para el disfrute. La cerveza, como decía el anuncio, es bebida de moderación. No causa los mismos efectos que los licores, cuya graduación etílica es mucho mayor. ¿Pensará la señora diputada en prohibir su venta? Deje que los ciudadanos ejerzan sin restricciones sus derechos. La libertad debe ser libre. Brindemos por ella con una cheve bien helada.
A Planicia, joven mujer carente de relieves corporales tanto por la parte anterior como por la posterior, le dicen “El sombrero de mago”. Nada por aquí; nada por allá.
Al salir del cementerio el compadre del difunto se apuntó inmediatamente con la viuda. Le dijo, meloso: “¡Qué guapa está usted, comadrita!”. Respondió ella: “Y eso que el luto no me va muy bien”.
FIN.