“¡Ave María Purísima!”. Así decía el visitante que llegaba a una casa. La puerta que daba a la calle no estaba cerrada, como ahora, sino abierta de par en par, pues las señoras tenían a orgullo mostrar sus jardines florecidos y sus macetas con profuso verdor de helechos o de espárragos. Además todo mundo se conocía, y nadie desconfiaba de nadie.
No es como en estos tiempos, que todo mundo se conoce y por eso todo mundo desconfía de todo mundo. Las puertas estaban abiertas siempre, ya lo dije. E incluso cuando se cerraban en invierno tenían un cordoncito atado al pestillo de la cerradura. El otro extremo de ese cordel salía por un agujerito hecho en la puerta. Bastaba tirar del cordoncito -tenía un nudo, a fin de evitar que se escurriera- para abrir la puerta y colarse de rondón. Todos en aquel tiempo eran Pedros que entraban en todas las casas como Pedro por su casa. “¡Ave María Purísima!”. “Sin pecado original concebida”. Así respondían los de casa. Era un saludo de rigor, como hoy es: “¿Qué onda?”.
Han ido llegando los visitantes poco a poco. Los muchachos vienen de uno en uno; las muchachas de dos en dos y de tres en tres. Siempre forman en tropa las mujeres, hasta cuando en el restorán van -usemos el eufemismo- a pipintarse. Ahora bien. Las jóvenes anfitrionas ya tienen listos los listones. Son muy largos: miden dos o tres metros cada uno. Y los hay de todos los colores: un listón rojo, uno verde, uno amarillo, uno blanco, uno azul, uno color de rosa, uno morado, uno café... De todos los colores hay, excepto negro. Los listones están atados por el centro con otro listón en forma de moño, éste dorado.
Se han puesto los muchachos en un extremo de la sala, y en el otro las muchachas. Todos deben cerrar los ojos y tomar al azar el extremo de un listón. Cuando ya han hecho eso una de las anfitrionas desata el listón dorado, el que ataba los demás listones, y da la señal para que los presentes abran los ojos.
El muchacho que sostiene un extremo del listón rojo será compadre de la chica que tiene el otro extremo del listón rojo, y ella será su comadrita. Así se dirán entre ellos durante la velada: “¿Le sirvo otro ponchecito, comadrita?”. “Si es usted tan amable, compadrito”. La anfitriona es a veces discreta celestina. Si sabe que a un muchacho le gusta una muchacha, y que ésta no ve con malos ojos al galán, se las arreglará para que ambos tomen el mismo listón.
Con esos inocentes listones -¿inocentes?- ha quedado unida más de una pareja. Los delgados listones se convierten en los fornidos lazos del matrimonio de antes. Por eso las muchachas, cuando las invitaban a una tertulia -así se llamaban esas reuniones-, preguntaban con interés ansioso: “¿Habrá listones?”. “Claro que habrá” -respondía la que invitaba. “Y dime: irá .? (Aquí el nombre de un mancebo). “Sí. Ya lo invité”. Y la otra, bajando la voz: “Entonces ya sabes”. “Claro que ya sé”. Y sucedía, claro, lo del listón.
La tertulia terminaba a las 10 de la noche. Se oían las despedidas: “Buenas noches nos dé Dios”. “Y parte en Su santo reino”. Y el mancebo, en voz baja: “¿Me permite que la acompañe a su casa, comadrita?”. “Claro que sí, compadrito”. Y de ahí, pasados unos meses, al altar. Demos gracias a la vida, queridos cuatro lectores míos, que nos hizo a los hombres y a las mujeres para jugar a las comadritas y a los compadritos, aunque sea sin listones. Ese juego es eterno, igual que el de la vida, y el género humano lo seguirá jugando mientras haya género humano. Para eso nos hizo el buen Dios a todas sus criaturas, para que la vida siga. En eso consiste en verdad la vida eterna. En eso, en verdad, consiste la eterna vida.
FIN.