Por: P. Noel Lozano
En estos días de Navidad y ahora que iniciamos un nuevo año, hay una figura central en nuestras celebraciones: María. María que nos ayuda e intercede por nosotros en el caminar de la vida. Ella, es la que nos enseña con su “sí” a caminar, a amar, a entregarnos, a perdonar, a consolar, a comprender al ritmo de Jesús. María nos traza una pauta y nos va dejando una estela en el peregrinar de la vida fácil de seguir, la mujer sencilla y de gran corazón, la madre entregada y solícita, la mujer atenta y espiritual, la madre amorosa y tierna, nos enseña a elevar el corazón y ponerlo al ritmo de su Hijo Jesús.
Nacer es tener una madre. Así ha sido y es para todo hombre; así ha sido para el mismo Dios, que se hizo hombre en el seno de María. Por eso, el título mariano de “Madre de Dios” es una de las verdades más consoladoras y más ennoblecedoras de la humanidad. El cristianismo no teme en afirmar que Dios se ha arrullado en los brazos de una mujer. Una mujer, María de Nazaret, que es madre en su cuerpo y sobre todo madre en su corazón, como bellamente nos enseña san Agustín.
Entre la vida de Jesús y la de María hay una estupenda sintonía y un paralelismo magnífico de misterio y de donación. Vivir al ritmo de Jesús es vivir a ritmo de redención. Así vivió y vive en el cielo María. Ella se desvivió por Jesús en su vida terrena y vive con Jesús y por Jesús en el cielo. Ella no se pertenece, sino que es toda de su Hijo. Su misión es su Hijo, en la historia y en el siempre de la eternidad.
María mantiene diversas relaciones con la Iglesia. Es modelo de virtudes para todos los cristianos. Es Madre de la Iglesia, pues ésta prolonga a Jesús místicamente en la historia. Es, al igual que la Iglesia, esposa del Espíritu y virgen fecunda que engendra continuamente hijos para Dios. Es espejo radiante de gracia y santidad, es pastora solícita del rebaño de Jesús, es abogada y protectora de los pecadores. Estas relaciones de María con la Iglesia y con sus hijos son relaciones vivas, ardientes, profundamente enclavadas en el alma cristiana, como se puede ver acudiendo a los santuarios de devoción mariana.
¿Y cuál es tu relación con María? La Iglesia nos recomienda una veneración profunda hacia María. Una veneración que entraña una mezcla de algo sagrado y filial, cercano y misterioso. Sí, porque María es nuestra madre, pero al mismo tiempo está toda ella envuelta en el misterio de Dios. Una veneración, por ello, que nace de la profundidad de la fe, pero que toca también la superficie de nuestra sensibilidad. Es toda nuestra persona la que venera a María. Veneramos a María pero no la adoramos, sólo se adora a Dios.
María es la única mujer a quien Dios puede llamar madre y Jesús es el único Dios a quien una mujer puede llamar Hijo. En su seno Dios se instaló, creció, se hizo bebé. En sus brazos se acunó, en sus ojos se miró, sobre su pecho se durmió. Tomado de su mano comenzó a dar los primeros pasos por el mundo. Con sus besos María lo ungió de cariño y ternura, con sus labios le habló y le enseñó el lenguaje de su pueblo. Con su corazón lo amó, como sólo una madre puede amar. María es la mujer que definitivamente nos ayuda a vivir al ritmo del amor, al ritmo de Jesús.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.