Por: P. Noel Lozano
Isaías ayuda al pueblo a tomar conciencia sobre el sentido por el que hemos sido creados, para participar al final de la vida en el banquete de la salvación, en donde Dios se entrega con generosidad con todo su ser. Podemos ver el amor de Dios por nosotros y su consuelo constante, Dios nos muestra la intención salvífica que prepara para los tiempos mesiánicos un festín suculento en el monte Horeb. Dios se dispone a enjugar las lágrimas de todos los rostros y se prepara para alejar todo oprobio y sufrimiento, nosotros tenemos el reto de ir haciendo una experiencia de este cariño, amor y misericordia cotiana de Dios hacia nosotros.
Nunca debemos perder de vista que Dios nos da la fuerza para superar las adversidades. Pablo se dirige a los Filipenses haciéndoles ver que él está acostumbrado a todo. Sabe vivir en pobreza y en abundancia. Conoce la hartura y la privación y se ha ejercitado en la paciencia de frente a las grandes dificultades de su ministerio. Todo lo puede en aquel que lo conforta. El cristiano, como Pablo, también es consciente de que en Cristo encuentra la fortaleza necesaria para perseverar en el bien y cumplir su misión. Sabe que nunca está sólo en los avatares de la vida. Sabe que él va reproduciendo con su vida, con su sufrimiento y con su amor, el misterio de Jesús. La invitación de Pablo, es en definitiva, centrarnos en tener una profunda experiencia de Jesús y de su amor para afrontar cualquier dificultad de la vida.
En el evangelio leemos como Jesús expone la parábola en la que Dios invita al pueblo de la alianza a un gran banquete, unos aceptan y otros no, el que acepte deberá llevar la vestidura del bautismo. Dios invita al hombre al banquete eterno, le ofrece la salvación. La parábola nos alerta sobre la necesidad de responder a las invitaciones de Dios. El Señor llama a nuestra puerta a través de las mociones interiores y de las inspiraciones del Espíritu Santo. Quiere que tengamos en la vida una profunda experiencia de su amor que nos prepare para el banquete eterno. Seamos personas de vida interior, capaces de escuchar la voz suave del Espíritu Santo. Personas generosas que no dejan pasar las oportunidades para expresar a Dios su amor. Por parte de Dios todo está hecho; pero es el hombre quien libre y generosamente debe acudir al banquete.
La experiencia del amor de Dios nos da la paciencia para tolerar las adversidades. No son pocas ni pequeñas las adversidades que debe afrontar un hombre, un cristiano, una persona amante de la justicia y la verdad. Adversidades de todo tipo, a veces, interiores, íntimas y profundas; a veces, exteriores, ataques de los enemigos, incomprensión de los amigos, enfermedades, muerte, desuniones... Sólo el amor de Jesús y el amor a Jesús son capaces de dar una respuesta convincente al misterio del mal.
La experiencia del amor de Dios nos da la fuerza para cumplir nuestra misión en la vida. Cada persona tiene su propia misión en esta vida. No siempre se sienten las fuerzas necesarias para llevarla adelante. Uno puede sentirse frágil o agotado o desalentado ante la magnitud de la misión. Jesús es quien fortalece al que está por caer.
La experiencia del amor de Dios desde luego puede llegar a ser heróica en muchos casos. Nunca olvidaremos aquel lejano 13 de mayo de 1981, cuando Juan Pablo II sufrió un atentado de manos de Alí Agca. Su vida estuvo en grave peligro. Aquel hecho fue calificado por el mismo Juan Pablo II como una gracia muy especial de Dios. A través de esta experiencia, llegó a una mejor comprensión del misterio del dolor y de la necesidad de ofrecer su sangre por Jesús y por su Iglesia. Aprendamos como él a hacer una profunda experiencia de Dios y de su amor en las diversas circunstancias de la vida. Así, el dolor y las penas se convertirán en fuente de gracia, de purificación y transformación en Jesús: “todo lo podemos en Aquél que nos conforta”
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.
P NOEL LOZANO: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey.