Sin caridad no hay cristianismo auténtico

Por: P. Noel Lozano

Hablar de la caridad es hablar del centro, de la esencia, de la perfección de la vida cristiana. Porque en la práctica de la caridad fraterna se resume toda la enseñanza de Jesucristo acerca de cómo debemos conducir nuestra existencia en esta tierra. Las páginas más sublimes del Evangelio y de todo el Nuevo Testamento son aquellas que nos hablan por un lado del amor misericordioso de Dios Padre para con los hombres, y por otro, del amor que Cristo pide que profesemos hacia Él y que nos profesemos unos a otros. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Hablar de la caridad es hablar también del gran secreto con el que el cristianismo ha influido en el mundo. Antes de la venida de Jesucristo, ni los más iluminados, ni los grandes pensadores de las otras culturas, sospechaban que el amor entre los hombres pudiera contener tal capacidad de transformación del corazón y de la sociedad. Cada grupo cultural vivía encerrado en su propia esfera, ajeno y con frecuencia hostil a otros grupos. La famosa ley del talión, “ojo por ojo, diente por diente”, a pesar de que tenía el sentido de una mitigación de la justicia vengadora, es por sí misma significativa.

Pero la expansión de las comunidades cristianas mostró al mundo que es posible amar sin fronteras de razas, de cultura, de condición social. Ésta es, sin duda, la mas valiosa aportación del cristianismo a la humanidad. Ésta es la fuerza que le permitió dar una nueva alma, una nueva configuración a los pueblos alcanzados por él. Y sin duda alguna, el amor, es la fuerza que hoy ante el declive de los valores, permitirá al mundo resurgir y renovar a la humanidad. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Es hermoso leer y meditar el así llamado discurso de despedida pronunciado por Jesucristo durante la Última Cena, recogido en los capítulos del 13 a 17 del Evangelio de san Juan. Vemos con cuánta insistencia Jesucristo vuelve una y otra vez sobre una exhortación apremiante: les pide a sus discípulos que permanezcan en su amor, y que se amen unos a otros con un amor tan intenso y tan radical como el amor con que Él los ha amado a ellos.

Es una exhortación tan vehemente que Cristo llega a darle el valor, la importancia, y la obligatoriedad de un mandato: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Jesucristo quiere que ese “mandamiento Nuevo” constituya como el signo distintivo de todos aquellos que quieran seguir sus huellas, esto es, de todos los que llevamos el nombre de cristianos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros”. No se trata de una recomendación que hace exclusivamente a los apóstoles en el momento de la despedida final, pocas horas antes de su muerte. No. Es el “santo y seña” que nos ha dejado a todas las generaciones de sus discípulos a lo largo y ancho del mundo y de la historia. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Este es, pues, el signo, la prenda y la prueba de que somos cristianos auténticos y no farsantes ni impostores. El signo distintivo del auténtico miembro cristiano no puede ser otro que la caridad. Más aún, no puede darse una verdadera santidad, una verdadera piedad, una verdadera unión con Dios, un compromiso espiritual, en aquella persona que no practica la caridad.

Es el mismo san Pablo quien lo afirma: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha”.

Esta afirmación de san Pablo parece de una audacia sin igual. Cristo había dicho que si uno tiene verdadera fe, aunque sólo fuese un poco, “como un grano de mostaza”, podría ordenarle a un monte que se arrojara al mar, y el monte obedecería. San Pablo toma esta sentencia del Señor y ahora enseña que de nada sirve poseer esa fe que mueve montañas, si con la fe no se tiene la caridad. Así san Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, nos hace ver la grandeza, la centralidad, y la absoluta necesidad de la caridad.

Es una farsa, o por lo menos un engaño ingenuo, la postura de aquellas personas que se sienten muy en paz con Dios porque rezan todos los días y van a Misa los domingos, se indignan ante los abusos de los administradores públicos, y tal vez no ofenden a nadie, pero por otro lado no mueven un solo dedo por ayudar a sus semejantes en el campo espiritual, moral y material, se contentan con cumplir con sus obligaciones pero son incapaces de un sacrificio o de una renuncia en favor de alguien necesitado. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

La caridad cristiana que Jesucristo nos pide no debe confundirse con una mera filantropía, ni con un simple buen sentimiento de altruismo, ni mucho menos con la grata emoción del “sentirse a gusto” dentro del grupo de los amigos. Es exigente la caridad. Porque no busca la propia satisfacción, sino ante todo el bien de las otras personas. San Pablo nos dejó todo un programa de vida en aquel fragmento de la primera carta a los Corintios en que entona el así llamado himno de la caridad: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca”. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Y Cristo, de nuevo en el discurso de la última cena, llegará a pedirnos una caridad tan grande que nos haga estar dispuestos incluso a entregar la vida por los demás: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. Que es como si dijera: Dentro de pocas horas verán la prueba del amor infinito que yo les tengo; miren que entrego mi vida; la entrego por ustedes. Y yo quiero que ustedes se tengan un amor semejante, como el que yo les tengo. Amense hasta el punto de dar la vida unos por otros, si fuera necesario. Esto es mucho más que un buen sentimiento de benevolencia. Sin caridad no hay cristianismo auténtico.

Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.

P NOEL LOZANO: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey.

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