Por: P. Noel Lozano
Dime cómo oras y te diré quién eres. Hay quienes piensan que el valor del hombre y su identidad se miden por su cuenta bancaria, por su rango social, por su poder sobre los demás, por su saber, por su fama... Más bien habrá que decir que el hombre es lo que ora, vale lo que ora. ¿Oras? ¿Oras de verdad, con todo el alma? ¿Oras mucho, con frecuencia? ¿Oras con oración de deseo, buscando sinceramente a Dios en tu oración? ¿Oras desinteresadamente, por quienes tienen necesidad de Dios, de su misericordia y de su amor? Si oras, y oras así, eres cristiano auténtico. Si no oras, o si tu oración está desprovista de estas cualidades, tu carné de identidad cristiana está muy maltrecho y desfigurado.
Este domingo los textos nos dejan como enseñanza las diferente formas en que podemos orar. Vemos en el Génesis como Abraham intercede a favor de sus hermanos de Sodoma y Gomorra, confiado en la oración insiste una y otra vez esperando sólo en la misericordia de Dios. Pablo a los Colosenses los invita a considerar la raiz de nuestra fe, como somos perdonados y justificados no por nuestros méritos, sino en virtud del sacrificio de Jesús y de su resurrección, vemos que Pablo no trata directamente de la oración, pero podríamos decir que ofrece el fundamento de toda oración cristiana, que es el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, la oración que se hace vida, entrega por amor. En el Evangelio vemos tres momentos, la entrega del Padrenuestro, la parábola del amigo perseverante, y la exhortación a la oración, para obtener de Dios el don del Espíritu Santo. Desde luego, Jesús nos enseña con el padrenuestro dos modos de orar: la oración de deseo, en la primera parte, y la oración de súplica en la segunda.
La oración de intercesión. Interceder es unirse a Jesús, único mediador entre Dios y los hombres, y participar de alguna manera en su mediación salvífica. En la intercesión el orante no busca su propio interés, sino el de los demás, incluso el de los que le hacen mal. Normalmente se intercede por alguien que está en necesidad, en peligro o en dificultad. Así lo hace Abraham ante la situación de Sodoma y Gomorra, a punto de ser destruidas por su maldad. La oración de Abraham es una intercesión llena de atrevimiento y osadía para con Dios, pero al mismo tiempo de grandísima humildad: “Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Supón que los cincuenta justos fallen por cinco, ¿destruirías por los cinco a toda la ciudad?”. La oración de intercesión complace a Dios, porque es la propia de un corazón conforme a la misericordia del mismo Dios. Pero la eficacia divina, obtenida por el intercesor, puede encontrar acogida o rechazo en la persona por la que se intercede. Ante la intercesión de Abraham, Dios intercede y salva a Lot y a sus hijas, pero Sodoma y Gomorra son arrasadas por el fuego.
La oración de deseo. Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquél que amamos. Por eso, en el padrenuestro que Jesús nos enseñó, el corazón del creyente eleva hasta Dios el deseo ardiente, el ansia del hijo por la gloria del Padre, siguiendo las huellas de Jesús. ¿Qué es lo que el cristiano más puede desear en este mundo? El Evangelio nos responde: Que sea santificado el nombre de Dios, que venga su Reino. El cristiano desea ardientemente que Dios sea reconocido como santo, como totalmente diferente del mundo, como el totalmente Otro, como el Trascendente que sostiene nuestra libertad y alienta nuestra hambre de trascendencia. Una oración de deseo, al margen de Dios y de su reino, no puede ser cristiana.
La oración de súplica o petición. En la segunda parte del padrenuestro, pedimos a Dios por las necesidades fundamentales de la existencia humana. Las pedimos no individual, sino comunitariamente. Son peticiones que se hacen a Dios como Padre, y por ello con total confianza y seguridad de ser escuchados; son también peticiones audaces porque pedimos cosas nada fáciles, sobre todo si tenemos en cuenta el misterio de la libertad de Dios y de la libertad del hombre.
La oración de la vida entregada por amor. Nuestra oración es una respuesta, nos dice bellamente el catecismo. Es la oración de la vida, de las obras de la fe y del amor, obras diarias unidas misteriosamente al gran orante con la vida que es Jesús. En nosotros, dada nuestra miseria, debilidad y limitación humanas, no pocas veces la oración va por un lado y la vida por otro. En Jesús la oración es vida y la vida es oración. Así es como pudo cancelar la nota de cargo que había contra nosotros y clavarla en la cruz, perdonándo todos nuestros pecados. Jesús oró y murió por nuestros pecados, y con su oración y muerte nos alcanzó la vida.
La oración indudablemente no debe ser un capricho, algo que depende del tener o no tener ganas. Pero evidentemente que tampoco debe ser un tormento, algo que hago a disgusto, porque hay una ley de la Iglesia o una costumbre de familia. Orar debe ser algo que me guste, como nos gustan las cosas buenas. Nos gusta hablar con los amigos, ¿hay un mejor amigo que Dios? Nos gusta aprender cosas, ¿hay mejor maestro que el mismo Dios? Nos gusta sentirnos queridos y amados, ¿hay alguien que nos ame y nos quiera más que Dios Nuestro Señor? Este gusto, como muchas veces no es sensible, nos resulta algo más difícil. Como es un gusto espiritual, es un gusto que sólo el Espíritu Santo nos puede regalar. Por tanto, más que esforzarse por gustar la oración, habremos de esforzarnos por pedir al Espíritu el gusto de orar.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.