Elevemos el corazón hacia el cielo.
Por: P. Noel Lozano
Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor. La fiesta en la que todos debemos elevar nuestro corazón hacia el cielo. Ciertamente, este acontecimiento no fue una fiesta para los apóstoles. Nadie se alegra de perder a su padre, a su madre o a un amigo. Y los apóstoles no gozaron con la desaparición de Jesús, pero tampoco fue un momento dramático. Sin embargo, existe una diferencia radical entre una desaparición y una partida. La partida da lugar a una ausencia. La desaparición inaugura una presencia oculta. Por la Ascensión, Jesús se hace invisible, pero más que nunca está cerca de cada uno de nosotros: “Sepan que estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. El Señor está con nosotros y ya no nos abandonará jamás.
Jesús puede irse tranquilo. La Ascensión no es ningún momento dramático ni para Jesús ni para los discípulos. La Ascensión es la despedida de Jesús, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero no dejándolos abandonados a su suerte, sino siguiendo paso a paso las vicisitudes de la evangelización en el mundo mediante su Espíritu. Jesús puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre Él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Jesús puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora. Jesús puede irse tranquilo, porque los suyos, poseídos por el fuego del Espíritu, proclamarán el Evangelio de Dios, a todos los pueblos, generación tras generación, hasta el confín de la tierra y hasta el fin de los tiempos. Jesús puede irse tranquilo, porque ha cumplido su misión histórica, y ha pasado la estafeta a su Espíritu, que la interiorizará en cada uno de los creyentes. Jesús puede irse tranquilo, porque los discípulos proclamarán el mismo Evangelio que Él ha predicado, harán los mismos milagros que Él ha realizado, testimoniarán la verdad del Evangelio igual que Él la testimonió hasta la muerte en cruz.
Jesús se va de este mundo quedándose en el. Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo intenso de quedarse en el mundo, de dejar en el algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos que le prolonguen y le recuerden, dejar una casa construida por él, un árbol por él plantado, dejar una obra de carácter científico, literario, artístico... Jesús, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente esta ansia del corazón humano. Jesús se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y vive misterioso en la tierra. Vive por la gracia en el interior de cada cristiano; vive en el sacrificio eucarístico, y en los sagrarios del mundo prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, esa Palabra que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias, de allí la importancia de mantener nuestro corazón dirigido al cielo.
Jesús es la razón de nuestra esperanza. Después de la experiencia traumática de la pasión, como hemos visto en los domingos precedentes, los apóstoles se encontraban desconcertados y atemorizados. Tenían temor de la actitud que tomarían los judíos en relación con ellos. No querían considerar su responsabilidad ante la misión que Jesús les había asignado. Todo este panorama empieza a cambiar cuando Jesús resucitado se hace presente entre los suyos y los confirma en su misión de testigos de la buena nueva del evangelio. Poco a poco aquellos hombres paralizados por sus propios pensamientos y temores, empiezan a abrirse a la esperanza, empiezan a cobrar valor y decisión. Antes se encontraban incrédulos y ponían en duda el testimonio de las mujeres sobre la resurrección, ahora se les ve fieles y entusiastas por Jesús; antes se les veía tímidos y apocados, ahora se les ve llenos de vigor y seguridad. Es muy hermoso contemplar la actitud de estos hombres en sus encuentros con Jesús: a los discípulos de Emaús se les enardece el corazón y retornan presurosos sobre sus pasos para ser confirmados por los apóstoles y, a su vez, para proclamar la resurrección del Señor. Pedro se lanza al agua impaciente porque ha visto al Señor resucitado que lo espera en la orilla. María corre a anunciar a los apóstoles que el Señor ha resucitado, y así, hasta nuestros días, Jesús es la respuesta, la razón y el sentido de nuestra esperanza en nuestro caminar hacia el cielo con el corazón dirigido a Él.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.
P NOEL LOZANO: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey. www.padrenoel.com; www.facebook.com/padrelozano; padrenoel@padrenoel.com.mx; @pnoellozano