Son las 10:28 de la mañana. Me encuentro en la calle Zaragoza, en plena zona Centro de Piedras Negras. Espero la Ruta 1 del transporte público para dirigirme a mi trabajo en este medio de comunicación.
Transcurre el tiempo y mientras tanto mi pensamiento se ocupa en programar lo que voy a hacer en cuanto llegue a Redacción, si es que llego (en días anteriores he tenido que esperar más de media hora el paso del autobús y más de una en arribar a mi destino).
Pasan la Ruta 4 y 5, pero ni señas de la 1 o la 2, y ya van más de 20 minutos. Comienzo a preguntarme si ésa es la parada, pero sí, pues he estado ahí en días pasados.
Llega una señora ya entrada en años, me dice que va a esperar la Ruta 1 o la 2 para ir a su colonia, la San Joaquín. Le comento que ya tengo casi media hora esperando cualquiera de esas rutas. “Sí, siempre se tardan mucho”, dice, y me explica que ella prefiere tomar la 5 e ir a “perseguir” alguna de las otras en cualquier punto más adelante, para llegar más rápido.
Lo bueno es que ella sólo paga 5.50 pesos, por ser adulto mayor, pues la tarifa normal es de 10 pesos.
Minutos después pasa una 5 y la señora aborda, mientras yo sigo esperando. Exactamente a las 10:58 veo a lo lejos la Ruta 1 que se aproxima a paso de tortuga.
TODO UN VÍA CRUCIS
Abordo la unidad y empieza mi suplicio. Avanza a unos 10 kilómetros por hora y diviso el primer semáforo. El operador hace el alto respectivo y reanuda su lenta marcha, pero sólo para volverse a detener innecesariamente unos metros más adelante, a mitad de la cuadra, durante cinco minutos.
Al llegar a la siguiente parada, una mujer muy robusta pregunta al conductor desde la banqueta si va para La Villita, y él le responde que sí. La dama sube con dificultad. “Ahorita le pago”, y se encamina hacia la parte de atrás de la unidad.
Un joven que ya venía a bordo se acomoda extendido en su asiento y minutos después le gana el sueño y se duerme, al igual que otro que va adelante de mí.
Mientras tanto, observo por la ventana. Me llama gratamente la atención el paisaje. Veo una tienda de conveniencia, de las que hay ya casi en todas las esquinas; una residencia moderna y al lado una serie de sencillas pero bonitas casas rústicas hechas de adobe. “No cabe duda: Piedras Negras es una ciudad contrastantemente hermosa”, pienso.
Y DESPUÉS DE UN LARGUÍSIMO RODEO…
¡Pero qué veo! Media hora después llegamos casi al punto en el que subí al camión, después de un laberíntico recorrido. Es obvio que ya voy conociendo al menos algunas partes de la ciudad.
En fin... A mí también me gana el sueño y dormito. La noche anterior me fui tarde del trabajo y descansé poco. Diez minutos después me despiertan las últimas notas de una canción; el chofer ha decidido oír música: “Yo qué culpa tengo de que me guste el vino…”, se escucha en el radio, a medio volumen.
Al terminar la pieza, el locutor dice: “Es lunes, lunes, lunes; dele despacio, para qué ir tan rápido”. Para acabarla, pienso: “El conductor parece hacerle caso al locutor y sigue a paso lento”.
Para ese momento los jóvenes que se habían quedado dormidos ya bajaron del camión.
LARGA PARADA PARA CHECAR
Momentos después, el operador acelera y el autobús se sacude violentamente, pero sólo para llegar al punto de chequeo y ahí se detiene por espacio de cinco minutos.
Después de checar, el chofer se dispone a reanudar la marcha, pero le hace parada un hombre que cargando con dificultad varias bolsas se aproxima procedente de un centro comercial situado enfrente.
El señor aborda y proseguimos, pero ahora a paso de gusano. También en el punto de chequeo sube otro caballero y se sienta en el tablero a la derecha del operador, y se pone a platicar con él. Yo me aproximo teléfono en mano hasta el asiento de adelante y tomo un par de fotos con el celular sin que ellos se den cuenta, pues van muy inmersos en su plática de esto, de aquello… de todo, y vuelvo a mi lugar.
Unas cuadras más adelante el autobús hace otra parada; se escucha un grito de dolor: es una señora de avanzada edad que se pegó fuertemente en la rodilla con un escalón del estribo. Me apresuro a ayudarle con unas bolsas de despensa mientras que dos mujeres se aproximan y la acomodan en el asiento de adelante. “Extienda la pierna, ¿dónde le duele?” La lesionada se sigue quejando dolorosamente. “Cuando llegue a su casa se pone hielo”, le sugiere una de las mujeres. El conductor del autobús ignora la situación y sigue adelante, otra vez a paso de tortuga.
Para obtener otra opinión, pregunto a mi vecino de asiento que si siempre es así de lento el transporte, y me dice que sí, que él sólo lo utiliza los domingos y que normalmente tarda mucho en llegar a donde va. Le doy las gracias y me dirijo a la parte delantera del autobús para pedirle al chofer que me deje en la siguiente parada, pues he llegado a mi destino. Veo que las dos mujeres siguen batallando con la anciana lesionada.
El chofer me deja a unos 200 metros de mi lugar de trabajo y tardo otros 10 minutos en regresar (finalmente hice una hora y diez minutos en todo el trayecto).
Es evidente que la gente de Piedras Negras lleva prisa, pero el servicio de transporte urbano no.
Los usuarios hacen largas esperas para poder tomar un camión, además del tiempo que se tardan en llegar a su destino.