En la casa de mala nota el maduro señor no pudo izar el lábaro de su varonía. Le dijo la sexoservidora cuyos servicios había contratado: “Veo, señor, que no ahorró usted nada para su jubilación”.
De cada uno de los muchos montes que rodeaban el extenso valle se alzaba una columna de humo. En el centro de la planicie la bella piel roja le comentó a su galán, el bravo guerrero: “Quizá debemos dejar de vernos por un tiempo, Lobo Blanco. La gente empieza a murmurar”.
En el Bar Ahúnda don Astasio le hizo una confesión a su compañero de mesa: “Sospecho que mi mujer me engaña”. Le preguntó el otro: “¿Por qué supones eso?”. Contestó don Astasio: “En la alfombra de nuestra recámara hay una veredita que va de la cama de mi esposa al clóset”. “Pero no hay que llorar. Hay que saber perder.
Lo mismo pierde un hombre que una mujer”. Las canciones populares contienen lecciones de mucha utilidad para la vida Lo que esta canción dice es aplicable lo mismo al amor que a la política. Los triunfos obtenidos por Morena en las elecciones del pasado día 5 son inobjetables.
Cualquier impugnación que se presente sobre alguna de esas victorias será una pérdida de tiempo, y quien la promueva no hará sino añadir otra derrota a la que recibió en las urnas. No es válido tratar de torcer la voluntad del pueblo por despecho o para salvar cara.
Lo que aconsejaban tanto la buena política como la buena educación era que los candidatos perdedores reconocieran el mismo día de la jornada electoral que el voto popular no los favoreció. Debieron felicitaran al ganador o ganadora y desearle buen éxito en su gestión por el bien del respectivo estado y de sus habitantes.
Pero para eso se necesitan cualidades que las más de las veces están ausentes de nuestra política. Repito mi convicción en el sentido de que los triunfos obtenidos por los candidatos morenistas son legítimos, claros y evidentes, lo cual los hace inexpugnables. Quizá no sea dable pedir resignación a los que no pudieron alcanzar el triunfo, pero quizá se les pueda sugerir que pongan en ejercicio dos virtudes que en estos trances ayudan a evitar nuevos quebrantos: prudencia y -sobre todo- integridad. El peluquero del barrio, don Figarolo, llamó a la policía.
Un cliente se había ido sin pagarle. “Salió a todo correr de la peluquería -declaró-, y no pude alcanzarlo”. Le preguntó el oficial: “¿Tiene alguna seña particular el individuo?”. “Sí -replicó don.
Figarolo-. La falta parte de una oreja y va sangrando”.
Se hablaba de dietas. Una señora dijo: “Yo me quité 85 kilos de encima”. “¿Cómo es posible?” -se asombraron todas. “Sí -confirmó la mujer-. Me divorcié de mi marido”. Una parejita de recién casados acudió a la consulta de un doctor. Ambos manifestaron sentirse débiles, cansados, sin fuerzas, agotados. Un breve interrogatorio le bastó al facultativo para dar con la causa del problema: los enamorados jóvenes hacían el amor todos los días, y en ocasiones dos y hasta tres veces diarias.
Les indicó: “Están ustedes abusando de su matrimonio. Si no quieren ser víctimas de un caso extremo de surmenage deberán tener sexo únicamente dos días a la semana, aquéllos cuyos nombres empiezan con la letra m: martes y miércoles. El resto de los días duerman en habitaciones separadas”.
Esa semana los ardientes desposados consiguieron sofrenar sus amorosos ímpetus, y se sometieron a la magra cuota que prescribió el galeno. Llegó, sin embargo, la siguiente semana, y el apasionado maridito se le presentó en su alcoba a su amada y le dijo: “¿Verdad que hoy es momingo, mi vida?”. “¡Sí, mi amor! -respondió ella precipitándose en sus brazos-. ¡Y mañana munes!”.
FIN.