El clímax ocurre cuando el director del penal, Rafael Oñate, camina donde los reos adquieren los insumos de su adicción.
La fuga de Joaquín Guzmán Loera del penal de El Altiplano dejó al descubierto la existencia de un sistema carcelario dominado por el poder de sus presos.
El monitoreo permanente de la celda de El Chapo, desde las oficinas del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, resultó burlado por la fuerza del dinero corruptor.
Año y medio después de conocer el túnel por donde se fue el capo, Las graduaciones del infierno, reportaje difundido por Ciro Gómez Leyva en Imagen Televisión, dan cuenta de una tragedia mayor: en la cárcel, hay licencia para que todos sigan delinquiendo. Todos.
Peor todavía: lo transmitido hasta ahora de las 30 horas de video sobre la vida cotidiana en el Reclusorio Norte muestra a unas autoridades que se caracterizan por negligencia, complicidad y omisión.
Los testimonios de extorsión telefónica que hemos ido acumulando de familiares, amigos y conocidos cobran rostro, nombre, apellido, alias, tiempo y circunstancia en esas grabaciones, en las que jóvenes presos simulan llantos de supuestos jóvenes secuestrados.
Y es que a lo largo de la semana, Imagen Noticias dio a conocer parte de esas escenas que, captadas por los propios reos, muestran cómo, sin recato, a ojos de los custodios, el dormitorio 7 del Reno se convierte en un call center del crimen.
Gracias al apoyo de sus presuntos carcelarios, y a cambio de cuotas convenidas, los internos no sólo violan la ficticia prohibición de utilizar celulares, sino que los activan para extorsionar.
El Bombón, El Aviador, El Cano, alias de los presos, llaman para simular voces de víctimas que cuentan a sus padres que se los llevaron unos desgraciados y piden el pago de su rescate.
En el código carcelario, es visto como un éxito el que uno de los operadores del negocio logre dramatizar el montaje de “El chillón” —como se le conoce a esa modalidad de extorsión en El Reno— y consiga el depósito bancario de los incautos.
Estelar resulta la actuación de El Bombón, apenas en abril de 2016: “Mamá, unos señores me robaron… Me llevan, me acaban de subir a una camioneta. Ven por mí, apúrate”.
Pero igualmente deplorables son las escenas en las que los reos actúan los guiones de la modalidad extorsionadora de “La tía”. En ésta, el mismo reo se hace pasar por un sobrino que viene de EU, con dólares y regalos, y que necesita apoyo para que le dejen pasar su carga en el aeropuerto.
Acto seguido, el histrión recluso se hace pasar, con otra voz, por empleado de Western Unión para conseguir que las potenciales víctimas suelten datos bancarios y hagan el depósito que su ficticio familiar requiere.
Las revelaciones dan cuenta de personajes que sintetizan y representan la putrefacción institucional, porque hacen justo lo contrario que, en teoría, toca a su responsabilidad: se suman a la tarea delictiva de quienes deberían ser rehabilitados.
Ése es el caso de Luis Valdés Crispín, un custodio adscrito a la cadena de empleados que forman parte del negocio de las extorsiones y que cobran unos dos mil pesos por cada celular activado para delinquir.
Como parte de las acciones tomadas por el Gobierno de la CDMX, el visibilizado trabajador de El Reno se encuentra detenido en el Reclusorio Oriente por el delito de ejercicio ilegal del servicio público.
Y si bien las evidencias de la extorsión son tan escandalosas como la angustia que unas 300 mil llamadas generan, por año, tan sólo en la capital del país, lo más desolador del reportaje son las pruebas de la gran mentira que es el llamado combate a las drogas.
Porque ahí en El Reno, donde habitan más de 10 mil presos, la mota, el crack y los solventes no sólo se consumen sin límites, sino que se venden a grito pelado, como en un tianguis se despachan quesadillas y barbacoa.
Aquí la oferta comercial acuña frases tan reiteradas y entendibles como un “buenos días”. Pero la banda sonora de esta cinta de la dantesca realidad mexicana se burla de todos con el dilema de “polvo o piedra”, en referencia a las presentaciones de la cocaína que los reclusos compran.
El momento de mayor clímax en esta recreación del infierno ocurre cuando las secuencias y las voces que exhiben a los comerciantes captan al director del penal, Rafael Oñate Farfán, mientras camina sobre los espacios donde los reos adquieren los insumos de su adicción.
Es cierto que estas imágenes competen a la administración de la CDMX, cuya secretaria de Gobierno, Patricia Mercado, asegura que habrá consecuencias.
Pero también sabemos que esta realidad penal se reproduce a escala mayor en las entidades donde el narcotráfico se considera un problema en serio: Sinaloa, Tamaulipas, Michoacán, Chihuahua, Durango…
Que no se nos olvide que las cárceles siguen siendo una de las tantas asignaturas pendientes de la larga lista de tareas que el Estado mexicano se adjudicó en el verano de 2008, al reconocer que el crimen organizado lo estaba penetrando.
Porque así como el director del Reno recorre sus pasillos sin inmutarse, así los responsables de la readaptación social, los exámenes de control, la depuración policial, la lucha antisecuestro y el combate a las drogas “están viendo y no ven”.