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Coahuila

Se niega a morir “Ingrato amor”

Chente y Toño, dos músicos que “de la cantina a la calle”, comparten mucho más que corridos, (una nota sacada del anecdotario).

Por Jorge Salazar - 25 agosto, 2021 - 01:39 p.m.
Se niega a morir  “Ingrato amor”

Pantalones topeka, botas de piel de anguila, camisa vaquera abierta y un crucifijo de oro brillante que se asoma al pecho, acompañan en su recorrido a Antonio Hernández Barrón y Vicente Martínez, dos hombres que con su bajo sexto y acordeón son, sin saberlo, embajadores de una rica cultura musical que ha trascendido de cantina en cantina por más de 150 años.

De andar lento pero constante, “Toño” y “Chente” forman un peculiar “trío de dos” que diariamente recorre calles, cantinas, plazas y todo lugar, en busca de un hombre herido por un “Ingrato Amor” que quiera, por unos pesos, desahogar sus “Penas Amargas” al son del llamado “Fara Fara”, término que deriva del vocablo francés “fanfare” que significa banda.

Su gusto por la música norteña lo traen en la sangre, lo adquirieron por ósmosis solo por nacer en esta tierra y comer una carnita asada y tortillas de harina. Aprendieron a tocar sus instrumentos en una de tantas tertulias allá por la década de los setentas y ochentas cuando trabajaban en AHMSA.

En aquellos años, sobraba el dinero y el tiempo libre para quitarse el calor en alguna cantina de la Calle Juárez, a donde llegaban religiosamente a departir, jugar dominó, oír música y perfeccionar el manejo de los instrumentos mientras daban tragos a una cerveza “Superior” bien helada.

Aprendieron a perfeccionar el “Fara Fara” en duetos que incluían la “redova”, instrumento característico que se fabrica de madera rígida y que emite un sonido muy peculiar.

Tomando y tomando pasaban las horas, sonrisas y humo, en el que aprendieron sus primeros acordes perfeccionados “de oídas”, y casi 40 años después, nadie imaginaría que la música les brindaría una segunda oportunidad de vida.

Con sus melodías han ayudado sin saber, a perpetuar en el tiempo y el espacio las hazañas de historias grabadas en la mente colectiva, desde “Laurita Garza”, hasta “Las tres tumbas”, con acordes que relatan diversas emociones que van desde el contexto universal de amor, desamor, venganza y traición, pero sin hacer apología del crimen como ocurre hoy con la llamada “música de banda”.

Apenas rebasa las 10 de la “madrugada”, y ya se puede ver a don “Chente” y “Toño” sudando bajo sus gorras, recorriendo pulgas y taquerías buscando algunas monedas, cargan además de sus instrumentos un modesto amplificador Peavey, que transmite un sonido de eco de radio antiguo y que colocan celosamente junto a sus botas cuarteadas pero exageradamente lustrosas, del que emana un potente olor a sarolo. 

De inmediato suena la polka, redova, chotís, corridos y otros ritmos norteños, ejecutados por los músicos con acordeón y bajo sexto, alejados del glamur y las exageraciones de los corridos alterados, o la banda mazatleca, pero logrando provocar siempre una emoción única que desborda en un grito que sólo el alcohol y la música norteña puedan arrancar. 

A este trío le faltó el tololoche, pero a la hora de repartir las monedas, tres músicos es una “manifestación”, pero se complementan cuando los contratan para fiestas dónde al calor de la bohemia y el festejo pueden complacer por horas a sus clientes, mientras el alcohol corre y se extinguen con la noche, las últimas brasas de una carne asada.

Comentan que normalmente trabajan en bares y cantinas, pero la necesidad los obligó a levantarse más temprano y salir aun con el atuendo de la noche anterior, con un intenso olor a brillantina y cerveza para buscarse el pan en las calles, donde también son bien recibidos.

“Hay días buenos y malos, no hay seguridad, pero cualquier día de la semana puede haber más movimiento y debemos aprovechar siempre que nos llamen”, explican.

Coinciden que a pesar del “trancazo” que hoy en día tiene la música de banda, el “Fara Fara” es el papá de todos esos movimientos efímeros que llegan y se van sin perdurar.

Y aunque ellos mismos no saben por qué “A orillas del río bravo, en una hacienda escondida” sigue en el gusto de la gente, tal vez sea porque la letra tiene su certificado de origen, arraigado muy hondo en nuestra cultura popular.

Este movimiento musical que nació en la marginación de los ejidos, cantinas, salones y los llamados congales, lejos de lo “estirado” y mafioso que es el movimiento de bandas, siempre ligado al narcotráfico, las armas y la cosificación de la mujer.

Siguiendo el código genético de los ritmos, se afirma que el estilo de música norteña de acordeón proviene de los alemanes que montaban vías de ferrocarril en Texas, quienes trajeron al continente el reconocido acordeón de botones.

Se habría adoptado este instrumento a los relatos de la época, pero con ritmos europeos como las polkas y chotices, ambientadas con el bajo sexto, que se popularizó en zonas de Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila.

Y como el tiempo es dinero, “Chente” y “Toño” siguen su camino entre las calles de la Colonia Bellavista aprovechando a la gente que acude a la Pulga, formándose parte del paisaje urbano de nuestra ciudad.

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