Eran dos tipos sumamente bajos de estatura. A uno le decían “El hombre de acero”, de a cero metros, y al otro lo apodaban “El príncipe charro”, por no llamarle “el pinche chaparro”. Una noche fueron con sendas mujeres al Motel Kamawa, y la mañana siguiente se reunieron a comentar sus respectivas experiencias. “El hombre de acero” relató: “A mí me fue muy mal. Me puse tan nervioso que sufrí un severo episodio de disfunción eréctil. Todas las artes que la mujer usó para ponerme en aptitud de hacer obra de varón resultaron infructuosas”. “A mí me fue peor -contó, mohíno, “El príncipe charro”-.
Yo no pude ni siquiera subirme a la cama”. (Zonzo. Lo hubieras hecho en el suelo. Eso tiene algo de sensual, aunque también de incómodo, sobre todo para la dama, a menos que lo hagas tú abajo y ella arriba, postura aconsejada en este caso tanto por la buena educación como por la caballerosidad. Para otra vez ya sabes). A este amigo mío le preguntan: “¿Cómo te va?”. Responde: “Bien y mal, para saber de todo”. Suele comentar: “Cuando un rico no trabaja dicen que es porque está deprimido. Cuando un pobre no trabaja dicen que es por güevón. Pues yo voy de deprimido pa’ güevón que vuelo”. Mi amigo es pequeño empresario en una ciudad norteña. Opera una fabriquita en la cual ocupa a seis trabajadores. Les paga el salario que corresponde a su empleo. Y una cosa le preocupa: ninguno de ellos quiere que lo inscriba en el Seguro Social. Aducen todos: “Nos rebaja mucho de nuestro sueldo y no nos da ningún servicio. A veces no tienen ni siquiera vendas, y ni una méndiga aspirina.
Nosotros tenemos que llevar las medicinas que necesitamos”. Uno le contó: “Mi señora dio a luz en una camilla, en un corredor, porque no había cuartos ni camas disponibles”. No cabe duda: la 4T ha atentado gravemente contra la salud de los mexicanos, especialmente de los más desposeídos. Haber hecho desaparecer el Seguro Popular fue un acto sin fundamento y en extremo perjudicial. El Insabi es una entelequia que ningún beneficio ha traído consigo. A mi amigo, buen ciudadano, le preocupa estar incumpliendo la ley por no tener en el Seguro a sus trabajadores, pero son ellos los que no quieren estar ahí.
Y pertenecen al pueblo bueno y sabio. Deben tener entonces la razón. El marido estaba concentrado viendo en la tele el final de la Copa de Latón, el trigésimo segundo campeonato de futbol celebrado ese año. En un sillón de la misma sala su mujer y un individuo estaban entregados a deliquios amorosos que no son para ser descritos aquí por su extrema voluptuosidad y su frenética libídine. De pronto la mujer vio la pantalla y en seguida le dijo a su pareja: “Será mejor que te vayas, Pitorrango. Está por terminar el primer tiempo y mi esposo puede darse cuenta de que estás aquí”. Un individuo solicitó un crédito en un banco.
El gerente le pidió sus datos y luego le extendió un formulario para que lo llenara. Le indicó: “Al final ponga su nombre y firma”. Cuando llegó al calce de la solicitud el tipo le preguntó al del banco: “¿Cómo le dije que me llamo?”. Una mujer llegó sola a un restorán de moda, uno de ésos donde te sirven en un enorme plato cuadrilongo, trapezoidal, romboide o de cualquier otra forma, menos redondo, una porción mínima de algo con una ramita de perejil encima, y luego te cobran 2 mil pesos por esa magnificente muestra de “cocina de fusión”. Ante el asombro del mesero la mujer sacó de su bolso un feo sapo y lo puso sobre la mesa. Le pidió al camarero: “A mí tráigame un whiskey en las rocas, y a él un tequila en un platito”. Advirtió la señora la mirada estupefacta con que el hombre veía al sapo y le explicó: “Fue mi marido antes de que le dijera ‘vieja bruja’ a mi mamá”.
FIN.