Los amores de los perros se ven. Los amores de los gatos se oyen. Y los amores de los hombres -y de las mujeres- se saben. Por eso todos en la colonia estaban enterados de que don Geroncio, seƱor mĆ”s que maduro, visitaba los jueves secretamente -eso creĆa Ć©l- a una cierta seƱora que vivĆa en el octavo piso de un edificio y con la cual pasaba siempre una hora, de 5 a 6, haciendo lo que habĆa dejado de hacer con su mujer legĆtima, pues esta dama decĆa que ella no estaba ya para āesas cosasā. En este punto sugiero a las personas con escrĆŗpulos morales que suspendan aquĆ mismo la lectura de este relato, pues lo que sigue tiene un alto contenido sicalĆptico.
Uno de aquellos jueves el maduro caballero llegó al edificio a la hora de costumbre y se encontró con la ingrata novedad de que el elevador estaba descompuesto. La prudencia le aconsejaba irse a su casa, pero las ganas le ganaron y subió por la escalera hasta el octavo piso. Llamó a la puerta de la dama y le abrió ella. Le dijo don Geroncio: āVengo con la lengua de fueraā. āAh -respondió la mujer-. Ya preparadoā. (No le entendĆ).. Dulcibella, linda chica, contó algo que le sucedió: āBusquĆ© para casarme un muchacho que fuera guapo, simpĆ”tico, educado, pulcro, detallista, buen conversador, de trato fino, culto. Y lo encontrĆ©. Desgraciadamente Ć©l ya tenĆa novioā.
PequeƱita de cuerpo, menudita, era sin embargo un torbellino ante el cual cedĆan secretarios de Educación, alcaldes y gobernadores. Maruca PeƱa, la primera maestra que en mi vida tuve aparte de mi madre. Fue mi educadora en el JardĆn de NiƱos āApolonio M. AvilĆ©sā de mi ciudad, Saltillo. No casó nunca, pero tuvo cientos de hijos e hijas: los infantes e infantinas a quienes nos enseñó a cantar āEl chorritoā y a bailar āLa raspaā. Se jubiló despuĆ©s de medio siglo o mĆ”s de recorte y pegado. El salario de los maestros era en aquel tiempo, como en Ć©ste, sumamente bajo. A los profesores se les llamaba āpobresoresā. Igualmente magra era la pensión de los jubilados. En cierta ocasión Carlos Salinas de Gortari visitó Saltillo. (Algo bueno debe haber hecho, que mereció ir allĆ”). La seƱorita Maruca se le plantó delante y le habló de lo reducida que era su pensión.
Le contestó Salinas: āMi mamĆ” tambiĆ©n fue profesora, y percibe la misma cantidad que ustedā. āSĆ -admitió Maruca-, pero yo no tengo hijo Presidenteā. Este dĆa aplaudo, y con las dos manos, para mayor efecto, a López Obrador por su decisión de aumentar el sueldo a los maestros. Independientemente del contenido polĆtico-electoral que pueda verse en esa determinación, lo cierto es que es un acto de justicia. Con la inflación rampante y la galopante carestĆa que privan hoy ese salario se habĆa reducido en forma considerable.
El aumento ordenado por AMLO servirĆ” para aliviar la situación del magisterio. Yo esperarĆa que ese beneficio se extendiera tambiĆ©n a las profesoras y profesores jubilados, que igualmente afrontan grandes dificultades económicas. Si yo dependiera sólo de mi pensión de maestro, ni mi esposa ni yo tendrĆamos lo suficiente para vivir. RegresarĆamos a nuestros primeros tiempos de casados, cuando ganaba yo tan poco que allĆ” por el dĆa 27 o 28 de cada mes me decĆa mi seƱora, muchachita de 19 aƱos: āYa llegamos a papasā.
Eso era lo único, con frijolitos, tortillas y salsa de molcajete, que nos quedaba para comer. Pero ningún manjar me ha sabido nunca tan sabroso como aquellos sencillos alimentos sazonados con amor de juventud. Vaya mi reconocimiento, pues, a López Obrador, por acudir en apoyo de los maestros. Se lo agradecemos la señorita Maruca desde allÔ, y desde acÔ este escribidor.
FIN.