“¡No le esté viendo el trasero a esa señora! ¡Es mi esposa!”. Esa airada reclamación le hizo el cantinero del Bar Ahúnda a un parroquiano que, recién llegado a la barra, no quitaba los ojos, en efecto, de la atractiva región glútea de una dama sentada unos bancos más allá. Replicó el sujeto: “¿Y quién la está viendo? Yo tenía la mirada perdida en el vacío, sin fijarme en eso que usted dice”. “¡Ah! -bufó el de la cantina-.
¡Y encima se hace el tonto! No me tome por idiota. Ya he visto que no aparta usted la mirada de las caderas de mi esposa”. Repitió el otro con actitud digna: “Vuelvo a decirle, señor mío, que no estaba yo viendo eso. Lejos estoy de incurrir en semejantes liviandades.
Ni siquiera pienso en tales cosas. Y ya no me moleste con sus reclamaciones. Sírvame un teculo doble”. Cuando Charles De Gaulle fue presidente de Francia le llamó la atención ver cerca de su despacho una oficina en la cual estaban dos ancianos sentados en sendos escritorios con aire de aburridos -tanto los ancianos, como los escritorios-. Preguntó que dependencia era aquella, y los propios ancianos le dieron la información. Era la Oficina de Reclamaciones por Daños Causados en la Guerra Franco-Prusiana.
Ese conflicto había terminado hacía casi un siglo, y nadie tenía ya ninguna reclamación que hacer, pero la oficina seguía existiendo. El Presidente Kennedy observó que tres soldados servían cada cañón de los que hacían disparos de salva en las ceremonias militares. Uno de ellos cargaba el cañón y otro lo disparaba. El tercero no hacía nada; sólo permanecía junto a la pieza en posición de firmes. Fue necesario recurrir a un historiador del ejército para dar con el motivo de esa extraña situación. Antiguamente cada cañón era tirado por una mula, y el animal se espantaba con el disparo del arma.
Era necesario que un soldado la contuviera a fin de que no saliera corriendo. Al paso del tiempo los cañones se motorizaron y las mulas desaparecieron, pero no así los soldados encargados de frenarlas. Estoy hablando de la burocracia, y de su fuerte instinto de conservación. Cosas inconmovibles hay en este mundo. Entre ellas figuran el Everest, las pirámides de Egipto y la burocracia. Ésta lucha por su preservación y trata de multiplicarse en forma parecida a la de la división celular. Igualmente busca la manera de justificar su existencia, para lo cual inventa mil y una maneras de joder al prójimo, es decir a los ciudadanos.
Eso está haciendo el SAT al exigir a los contribuyentes la constancia de situación fiscal, cosa que ha sido fuente de problemas y de incontables molestias para los trabajadores, quienes incluso dejan de percibir su salario si no satisfacen esa demanda de la burocracia hacendaria. Aplaudo entonces al Presidente López Obrador por su petición de que se simplifique ese trámite, o de plano se haga desaparecer. Muchos motivos de encabronamiento tiene actualmente la ciudadanía para que encima le añadan uno más.
No falto a la buena educación ni a la caridad cristiana si digo que Picio era muy feo. Lo fue desde su nacimiento: cuando era bebé, su mamá, en vez de darle el pecho, le daba la espalda. En cierta ocasión fue al zoológico. Al pasar frente a la jaula del orangután éste lo llamó. “Hey, amigo, preséntame a tu abogado. A lo mejor a mí también me saca”. El célebre filósofo pasó a mejor vida. Un periodista le preguntó a su viuda: “En el momento de la muerte ¿dijo su esposo algunas palabras dignas de ser recogidas por la posteridad?”. Contestó la señora; “Realmente no, a menos que ‘Ah chingao, ah chingao’ sean palabras dignas de ser recogidas por la posteridad”.
FIN.