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Opinión

Sucedió un día como hoy

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Por - 31 diciembre, 2021 - 05:03 p.m.
Sucedió un día como hoy

Sucedió un día como hoy. ¿Qué año sería? No lo recuerdo, pero hace mucho tiempo, el de mi primera juventud, cuando no tenía nada importante que hacer y por lo tanto hacía cosas muy importantes, como vivir.  Después de recibir el Año Nuevo en casa, con mis padres y mis hermanos, fui en busca de la gárrula tropa de amigos con los que en aquel lejano entonces compartía sueños y ensueños. Bebimos, cantamos, y alguien nos asestó impunemente “El Brindis del Bohemio”, de don Guillermo Aguirre y Fierro. Pasaron las horas y se fue dispersando poco a poco el grupo. Quedamos al final únicamente Eduardo y yo. Eran ya las 4 de la mañana. 

Decidimos ir a la Alameda. Por la tarde había nevado, y queríamos ver a la Alameda vestida de novia. Perdón por la frase, pero es obligatoria. Si alguna vez nieva en Saltillo y nadie dice que la Alameda se vistió de novia, eso será un sacrilegio merecedor de anatema, y aun de excomunión. Hacía un frío de todos los demonios. Quizá tal expresión sea aplicable sólo al calor, pero la verdad es que hacía un frío de todos los demonios, de 6 o 7 grados bajo cero. Pero llevábamos con nosotros tantos calores -de juventud, de vino bueno, de amistad mejor- que no sentíamos el clima. Caminábamos por uno de los corredores cuando Eduardo advirtió en un jardín un bulto cubierto por la nieve. Nos acercamos. Era un hombre joven. Se hallaba ahí tirado, sin conocimiento. El tufo que despedía su aliento nos dio a saber que estaba totalmente borracho

La embriaguez lo hizo caer y no tuvo fuerzas ya para levantarse, y menos aún para seguir andando. “Si lo dejamos aquí se va a morir” -me dijo Eduardo. Quitamos la nieve que lo cubría y entre los dos lo alzamos. Sintió el ebrio que alguien lo levantaba, abrió los ojos y dijo estas palabras salvadoras: “Penquita 201”. Después volvió a cerrar los ojos. No he olvidado aquella dirección: Penquita 201. Era, evidentemente, la de la casa donde vivía el borrachín. Con él a rastras subimos por la empinada y larga calle de Obregón, que conducía hacia allá. 

El briago pesaba como sólo un borracho puede pesar. Privado de todo movimiento, iba dejando en la nieve dos largas huellas, las de las puntas de sus pies al arrastrar. Llegamos a la casa y lo recargamos en la puerta. Dije: “Mañana este cabrón va a pensar que lo trajeron aquí dos ángeles del Cielo”. Entonces el beodo hizo algo en verdad extraordinario: volvió a abrir los ojos, nos miró con infinita reverencia y se santiguó. Luego se retiró otra vez del mundo. 

Llamamos con grandes golpes a la puerta. A poco una luz se encendió; se oyeron pasos y palabras que con enojo decía una mujer para llamar a alguien. Ya no esperamos más. ¿Quién quiere dar explicaciones a una mujer furiosa, a las 5 de la mañana, el primer día del año, con 6 o 7 grados bajo cero de temperatura? Nosotros no. Con plausible prudencia nos alejamos apresuradamente del lugar. Por estos días los ángeles están de moda. Yo estoy rodeado de ellos. 

A todas partes me acompaña una bella y amorosa cohorte de ángeles disfrazados de todo: de esposa, de hijos y nietos, de hermanos, de primos, de amigos buenos, de queridos compadres y comadres, de toda suerte de personas buenas, de mis cuatro amadísimos lectores, de gentil gente a la que no conozco y que me envía mensajes o me dice al saludarme cosas que se me quedan en el alma. Alguna vez, no sé cuándo, vendrá otro ángel de diferente especie y me despertará del sueño que ahora sueño. Yo abriré los ojos, le diré a dónde quiero que me lleve y me volveré a dormir. Y el ángel me llevará a mi casa. Feliz Año Nuevo, y que Dios nos bendiga a todos... 

FIN.

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