Un voto por Morena es un voto contra México. En mi artículo de ayer dije que durante todo el tiempo de la dominación priista fui constante crítico del PRI. En cierta ocasión don Braulio Fernández Aguirre, excelente gobernador que fue de mi natal Coahuila, me presentó con Díaz Ordaz en una de las visitas que el mandatario hizo a la entidad. Le dijo al presentarme: “Catón nos fustiga, señor Presidente, pero con sus críticas nos ayuda”.
En cambio ahora, en estos tiempos de la 4T, el crítico es visto como enemigo, y la disidencia se considera traición a la Patria. Eso suele suceder en las dictaduras. ¡Quién me iba a decir en aquellos años, cuando libraba a diario singular batalla con el partido de la Revolución, que alguna vez llevaría en mi vehículo el cartel de propaganda de un candidato priista, y que además yo mismo pediría portar ese anuncio!
Todos estos días lo he traído con la satisfacción de quien sabe que está actuando bien. El cartel muestra la foto de Jaime Bueno Zertuche, candidato a diputado federal por un distrito de Saltillo. ¿Por qué llevo su anuncio? Porque conozco a Jaime desde niño y he seguido su trayectoria a lo largo de los años.
Estudiante de excelencia, poseedor de un gran don de gentes y una excepcional cualidad de liderazgo, pudo haber hecho fortuna en la empresa privada, pero sintió la vocación del servicio a la comunidad. Viene de una familia a la que por muchas razones aprecio grandemente -su padre fue brillante alumno mío en el Colegio Zaragoza, prestigiado plantel lasallista-, y Jaime ha formado también, con su esposa, una familia ejemplar.
Leal a sus amigos, empeñoso en los puestos que le han sido encomendados, honesto y servicial, será un magnífico representante de sus electores saltillenses y un eficiente promotor del bien de su distrito en coordinación con las autoridades locales. Nadie se extrañe, pues, al ver en mi vehículo el cartel que proclama que Jaime Bueno es el bueno. Y no se tome esto a propaganda electoral. Su ventaja es tal que no la necesita.
Es expresión de genuino afecto a un hombre de bien y sincera declaración de lo que conviene a mi ciudad. Un pequeño señor de edad madura fue a confesarse con el padre Verrino, curita joven y de buen parecer. “Acúsome, padre -le dijo-, de que soy pendejo”.
El novel presbítero, asombrado, iba a exclamar: “¡Ah cabrón!” al oír esa confesión tan peregrina, pero recordó las enseñanzas del padre rector del seminario, que instruyó a los futuros sacerdotes en el sentido de que al escuchar en el confesonario algún pecado insólito no deberían proferir expresiones interjectivas tales como: “¡Uta!”, “¡Ah chingao!” o: “¡No mames, güey!”, sino decir en tono de piedad: “¡Mano Poderosa!”, “¡El Cielo nos asista!” o: “¡Ánimas del Purgatorio!”.
Se contuvo, pues, y dijo al señorcito: “Hijo mío: ser pendejo no es pecado. Si lo fuera los confesonarios de todos los templos de la diócesis serían insuficientes para recibir a los culpables de pendejismo tan sólo de esta ciudad. Pero dime: ¿por qué afirmas ser pendejo?”.
Explicó el añoso caballero: “Soy hombre ya de muchos años, imposibilitado para hacer obra de varón. Estoy casado con mujer joven y guapa que siente todavía los naturales impulsos de la edad vernal. Le basta ver a un másculo, cualquiera que sea, para arrojarse a sus brazos.
Y yo consiento eso, padre. Soy pendejo”. “Ya veo -ponderó entonces el curita-. Mira, hijo: hay mucha gente esperando confesarse, y debo estudiar tu caso con mayor detenimiento. Dame tu dirección y tu teléfono para buscarte cuando tenga ya respuesta para tu inquietud”
. Declaró entonces el señor, hosco: “Padre: soy pendejo, pero no tanto”.
FIN.