Por Armando Fuentes
Jesse James, el célebre bandido del Salvaje Oeste, se acercó a su hermano Franck, que jugaba póquer en el saloon de Pecos City, y le informó al oído: “Acabo de robar el tren de Texas”. Respondió Franck: “¿Y?”. Le preguntó Jesse en voz igualmente baja: “¿Dónde lo pongo?”.
El abuelo daba consejos a su nieto mayor. “Seguramente has oído la frase que dice que en la juventud hay que gozar el vino, las mujeres y el canto. De joven yo me apliqué a las tres cosas. Tú no seas tan pendejo. Concéntrate sólo en las mujeres. Ya de viejo como yo podrás dedicarte al canto y al vino”.
La cigarra está triste. ¿Qué tendrá la cigarra? Le preguntó la mariposa: “¿Qué te sucede?”. Con lúgubre acento contestó la cigarra: “El médico me prohibió el cigarro”.
Llamo en mi auxilio a la memoria, y a la memoria se le olvida venir. ¿Cómo se llamaba aquel restorán de Villahermosa? Creo recordar que su nombre era “Lupita”, o “Guadalupe”. Ahí por primera vez comí el peje lagarto. Tan sabroso estaba el guiso que me lo acabé completo. “¡Caramba, licenciado! -exclamó mi anfitrión-. ¡No dejó usted ni la política!”. Aprendí entonces que en Tabasco “la política” es el pequeño trozo de comida que por urbanidad se deja en el plato para mostrar que quien comió no lo hizo por hambre, sino para gozar la reunión. Al menos por política debería López Obrador instruir a sus paniaguados a fin de que se abstengan de insultar a quienes se atreven a decir las fallas de su administración. Tal es el caso de un preguntador de las mañaneras que en su conducta muestra toda la traza de ser un patiño. Sin atreverse a nombrarlos aludió ese quídam a “personajes de la farándula” que han señalado algunas acciones u omisiones del Gobierno. Cuando habló en modo claramente despectivo de “la farándula” ese tipo faltó al respeto a toda la comunidad artística. En tiempos de mi primera juventud yo anduve en la farándula, y a mucha honra. En incontables ocasiones subí al palco escénico en teatros de carpa que iban por los pueblos representando piezas como el Tenorio (“con todos los trucos que requiere la obra”), y antes, en la adolescencia, la hice de niño en obras como “El niño y la niebla”, de Usigli, o “El color de nuestra piel”, de don Celestino Gorostiza, quien decía que la calle de Donceles, en la Ciudad de México, había sido bautizada en su honor: don Celes. Con eso quiero decir que de alguna manera pertenecí un buen tiempo a ese glorioso -y a veces doloroso- mundo, el de la farándula. Por eso me sentí ofendido con las despectivas expresiones del individuo aquél. Ya se ve que los denuestos que suele lanzar el Presidente a sus “adversarios” son tan contagiosos como el coronavirus.
Noche de bodas. Vehemencio, el novio, había desposado a Dulciflor, muchacha ingenua que lo ignoraba todo acerca de las realidades de la vida. Sus únicas lecturas habían sido la novela piadosa “Staurofila” y la revista de monitos “Chiquitín”, patrocinada por el episcopado para contrarrestar los malos efectos del “Pepín”, publicación nefanda. Tendido ya en el tálamo nupcial estaba el ansioso galán en espera de su dulcinea. Ella, en cambio, no mostraba interés alguno en ir a la cama, y eso que eran ya las 8 de la noche, hora en que solía irse a dormir. Sentada frente a la ventana tenía la mirada fija en el paisaje nocturnal. Le preguntó Vehemencio: “¿Por qué no acudes a mis brazos, cielo mío? ¿Por qué permaneces en la ventana en vez de venir al lecho de nuestros amores?”. Explicó Dulciflor: “Es que mi mamá me dijo que ésta será la noche más hermosa de mi vida, y no quiero perderme ni un minuto de ella”.
FIN.