Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan desde septiembre del año pasado, fue asesinado a tiros en la plaza principal de su municipio durante un acto público. Apenas unas semanas antes había contado a este medio que vivía bajo amenaza, que salía cada día con chaleco antibalas a patrullar los cerros y que buscaba —sin rodeos— enfrentar a las mafias que disputan la región productora de aguacate.
En un patrullaje que hicimos con él en julio, Manzo condujo por senderos rodeados de árboles hasta una huerta donde, según explicó, su policía había descubierto un campo de adiestramiento del crimen organizado. Con la voz firme desde el asiento del copiloto, no ocultó la realidad: "El miedo es natural... pero lo dominamos, no dejamos que nos paralice". Ordenaba a sus elementos por radio y pedía perímetros: "Todos alerta porque pueden estar otra vez instalados por aquí".
Uruapan forma parte de la principal zona productora del aguacate mexicano, un negocio que, según cifras recurrentes, deja miles de millones de dólares al año y por el que se pelean cárteles como el Jalisco Nueva Generación. Manzo mismo señaló sin ambages a esa organización como presencia relevante en la zona. Su postura fue siempre de choque: "No transo", repetía, negando cualquier acuerdo con los grupos criminales.
Buscó respaldo federal: viajó a la capital para agilizar la compra de vehículos blindados que le permitieran continuar los patrullajes. Además solía retransmitir en vivo sus recorridos por redes sociales; su estrategia pública, decía, también era una forma de protección: "Cuánto más mediático me haga es probable que menos se atrevan a matarme".
A pesar de las advertencias y de la visibilidad, la violencia lo alcanzó en pleno evento ciudadano. Un hombre armado se acercó y disparó a quemarropa; minutos después Manzo murió. Su muerte se suma a la larga lista de dirigentes y activistas que han sido blanco de la violencia en las últimas años en Michoacán, donde la disputa por territorios y rutas es persistente y letal.
Quedan, además del impacto local, preguntas sobre la capacidad de protección de autoridades y la eficacia de las medidas solicitadas por alcaldes que se ahora señalan como blancos. "Hay que meterle muchos huevos para poner orden", fue la frase con la que se despidió aquel día al regresar a la plaza que hoy vio su asesinato —un testimonio ahora trágicamente definitivo de su postura: combatir sin ceder.