Hoy leemos en el libro del Eclesiástico una de las recomendaciones más hermosas de la Sagrada Escritura: “hazte tanto más pequeño cuando más grande seas…”, debe ser la actitud del hombre ante las riquezas del mundo material o del mundo del espíritu. Por otra parte, leemos en la carta a los hebreos como nuestro acceso a Dios no es por los truenos o el fuego, o grandes manifestaciones de la naturaleza, sino a través de Jesús, la sencillez, la cercanía y las manifestaciones de amor que Jesús trasmitió son los aspectos que más nos atraen, no un Dios lejano sino un Dios con nosotros, así debe ser el comportamiento propio del hombre con Dios, un comportamiento que descubre la propia pequeñez en la magnanimidad de Dios. Vemos en el Evangelio como Jesús subraya la importancia de la humildad y simplicidad en la vida; toma como ejemplo un banquete y cómo debemos de actuar y comportarnos en el gran banquete de la vida, antesala del banquete del cielo. Son las actitudes del hombre, y particularmente del cristiano, en las relaciones con los demás, en las diversas situaciones que la vida ofrece, donde se demuestra que es lo que lleva dentro.
La verdadera relación nace de la humildad y se manifiesta como relación de amor. Porque soy humilde, es decir, porque reconozco mi condición de creatura con su inmensa pequeñez, vivo en actitud de amor mi relación personal con Dios. Ese amor me induce a percibir su grandeza y su generosidad para conmigo, a confiar en Él a pesar de mi pequeñez, a agradecer sus dones. Porque soy humilde, amo a los demás y no me considero superior a ellos ni busco darles algo para recibir de ellos a mi vez su recompensa. Porque soy humilde, no me ensoberbezco con el poder de las riquezas que pueda tener ni con la grandeza de la ciencia que poseo, leemos en el libro del Eclesiástico. El hombre, en su ser y en sus relaciones, es don de Dios, ¿de qué podrá enorgullecerse? La justa relación del hombre con Dios, con sus semejantes y con las cosas es el amor, un amor que se hace servicio, respeto, agradecimiento, solidariedad, humildad.
El humilde agrada a Dios porque no lo considera como un rival, sino como un padre y un amigo. El humilde agrada a Dios, no sólo porque se reconoce creatura, sino además pecador, e indigno de su condición de hijo. Precisamente por eso, el humilde mantiene para con Dios una actitud de hijo, sí, pero que mendiga su benevolencia y su amoroso perdón. Todo esto nos hace comprender mejor lo que la misma Escritura nos asegura: “Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les otorga su favor”. La diferencia entre el soberbio y el humilde la podríamos formular así: El soberbio busca agradarse a sí mismo, incluso a costa de Dios, mientras que el humilde busca agradar a Dios, incluso a costa de sí mismo.
Lo que Jesucristo en el Evangelio pretende darnos no es una clase de cortesía y buena educación. Jesús va más a fondo, a lo esencial, al sustrato íntimo de la persona. ¿Y allí, qué encuentra? Encuentra un letrero que dice: “todo es don, todo es gracia”. El hombre que no sea capaz de admitirlo, está en la mentira, se autoengaña y procurará de muchos modos engañar también a los demás. Por ejemplo, complaciéndose con sus éxitos, hablando de sus triunfos, exaltando sus muchas cualidades, creyéndose y haciéndose el importante... el que sea capaz de admitirlo, está en la verdad, y será profundamente humilde. Porque la humildad es la verdad con la que nos vemos a nosotros mismos delante de Dios. Por sí mismo delante de Dios el hombre es polvo, viento, nada. Por la gracia de Dios es su imagen y es su hijo.
Ojalá pudiéramos decir como san Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido vana en mí”. Qué manera tan distinta de vivir cuando se vive en la verdad. El hombre humilde hace siempre la verdad en el amor: la verdad sobre sí mismo, la verdad sobre los demás y la verdad sobre Dios. Aprendamos a mirarnos en el espejo de la humildad para ver si nos reconocemos o si es tal el impacto contrastante con la realidad que el espejo no la soporta y se quiebra en mil pedazos.
La humildad es la verdad, como enseña santa Teresa de Jesús. Existen, sin embargo, formas aparentes de humildad. Al faltarles la verdad, esas formas no pueden ser humildad auténtica. Recordemos algunas formas de falsa humildad. Un claro caso es el complejo de inferioridad: “yo no valgo para ese encargo”, “yo no puedo hacer ese trabajo”, “yo no tengo esa cualidad”. A veces detrás de esas frases se oculta una ingente pereza. Las más de las veces se esconde la soberbia que quiere evitar a toda costa el hacer un mal papel o el quedar mal ante los demás. Humilde es aquel que reconoce sus cualidades, su valía, sus buenos resultados, pero lo atribuye todo a Dios como a su fuente. Otro ejemplo de falsa humildad es no aceptar la alabanza de los demás, rechazar cualquier reconocimiento público, aparentar indiferencia ante la opinión de los demás. En el fondo muchas veces es sólo una pose para buscar de nuevo la alabanza escuchada, o para que vuelvan a insistirte en los buenos resultados obtenidos, o para adular tus oídos con la buena opinión de que gozas ante los demás.
Humilde, al contrario, es quien acepta la alabanza, pero la eleva hasta Dios; acepta el reconocimiento público por una buena obra o la buena opinión de los demás sobre él, pero descubre en ello un gesto de caridad fraterna y una acción misteriosa de Dios. Un último caso es el de quien cree que todo le sale mal, que ha nacido con mala estrella, y que no hay nada que hacer. En ocasiones la soberbia es tan grande que le ciega para ver cualquier cosa buena que haga; sólo tiene ojos para las cosas malas, o para los límites e imperfecciones de las cosas buenas. El humilde, más bien, sabe ver la bondad en las cosas, incluso en aquellas que le salen mal. Y dice con san Pablo: “Para los que aman a Dios todas las cosas contribuyen a su bien”. La humildad nos libera de nosotros mismos y nos pone en disposición de servir a Dios y a los demás.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.