Iniciamos el mes de noviembre, un mes para recordar, que siempre tiene un tono espiritual particular, por los dos días con los que se abre: la solemnidad de todos los santos y la conmemoración de los difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina especialmente este tiempo, orientando la meditación sobre el destino eterno del hombre a la luz de la Resurrección de Jesús. Iluminemos estos días con la lectura serena de las bienaventuranzas que tienen como centro el amor y la misericordia de Dios. Un mes en el que recordamos, reflexionamos y tomamos conciencia, sobre la importancia de la vida, de cara a la eternidad.
Las bienaventuranzas nos ubican en el presente para mirar al futuro. Nos ayudan a conocer el camino de santidad y de la bondad que hay que recorrer con la esperanza de la vida eterna. Nos ayudan a saber que las privaciones voluntarias nos liberan del egoísmo y nos ayudan a salir al encuentro de los demás. Las privaciones que la vida misma nos ofrece o nos impone, cuando las vivimos a la luz de estas bienaventuranzas, nos ayudan a mirar siempre hacia adelante con gozo y esperanza. Este mes es la oportunidad para afianzar nuestra fe y nuestra confianza en Dios, de la mano de esas nueve bienaventuranzas que nos llevan directamente a la misericordia. La misericordia que nos lleva a examinarnos sobre nuestra mirada ante tantas realidades que enfrentamos en nuestro tiempo, una mirada de misericordia que está antes de la ley y de estructuras restrictivas.
Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, la auténtica riqueza que no se corrompe, es la felicidad a la cual aspira el corazón de todo hombre. En el horizonte de la sabiduría del Evangelio, la muerte misma es portadora de una saludable enseñanza, puesto que nos lleva a mirar, sin filtros, la realidad. Nos empuja a reconocer la caducidad, de lo que se presenta como grande y fuerte a los ojos del mundo. De cara a la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y resalta, en cambio, lo que realmente importa. Todo lo de aquí abajo termina; todos estamos de paso en este mundo. Sólo Dios tiene la vida en sí mismo. Él es la vida. Es importante tener muy presente que, no somos dueños de nada, ni de la vida misma, tenemos que aprender a elevar los ojos más allá de nosotros mismos, viendo a nuestros hermanos y elevándolos al cielo.
La conmemoración de todos los santos y de todos los difuntos es una invitación, para cada uno, a no dormirse, a no llevar una vida dominada por la mediocridad. Este mes nos da la oportunidad de empaparnos del espíritu de las bienaventuranzas, que nos llevan a vivir con un espíritu de misericordia y no mundano, con los pies bien puestos en la tierra y la mirada dirigida hacia la vida eterna.
Unámonos en oración y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia, para que, por intercesión de María Santísima, Nuestra Señora del Sufragio, el encuentro con el fuego de su amor purifique rápidamente a todos los difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Orando por nuestros difuntos recordamos, agradecemos y nos proyectamos de cara a la eternidad. Recordamos y no olvidamos, recordamos y agradecemos, recordamos y peregrinamos hacia a la eternidad. Nos gozamos con nuestros hermanos de la iglesia triunfante, que gozan del cielo. Oramos por los de la iglesia purgante, que se purifican y preparan para el gozo eterno. Y nos mantenemos en vigilia y nos animamos los que aún peregrinos en esta tierra que formamos parte de la iglesia peregrina en la fe, en la esperanza y en el amor de Dios. Siempre recemos para que nosotros, peregrinos sobre la tierra, mantengamos siempre orientada nuestra vista y nuestro corazón hacia la última meta anhelada: la casa del Padre, el Cielo.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.
P NOEL LOZANO: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey.
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