Este fin de semana nos ponemos delante de dos modos de vivir y estar en el mundo. Vemos en el texto de Pablo a los Colosenses la propuesta de vivir del hombre viejo y está la propuesta del hombre nuevo, como el hombre que busca las cosas de la tierra y el que busca las cosas del cielo. En el libro del Eclesiastés se nos invita a buscar el sentido de la vida en las cosas de Dios. El Evangelio, por su parte, expone la vida de quien cifra todo en el tener, y atesora riquezas para sí, y la vida de quien funda su existencia en el ser, y atesora riquezas delante de Dios. Recordemos el consejo de San Francisco: “cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado…”.
Hay un modo de vivir, el vivir para sí. Es un modo de estar en el mundo, de realizar la existencia en el arco de años entre el nacimiento y la muerte. Es un modo de pensar, de actuar, de relacionarse con los hombres y con las cosas. El punto de referencia de todo es el yo. El saber, el trabajo, el esfuerzo con sus buenos resultados aparecen, ante el yo, caducos y vanos. Si el hombre es un ser destinado a morir, ¿De qué le sirve su saber, su trabajo, si no puede vencer su destino mortal? Todo es vanidad, humo que se lleva el viento. Cuando el yo es el centro de la vida, tenemos al hombre viejo, incapaz por sí mismo de salir de la tiniebla de su hermetismo, cada vez más sumergido en el fondo del vicio y del pecado, con la mirada cada vez más puesta en las cosas de la tierra sin la posibilidad de alzarla hacia las alturas. Hombre viejo, porque en cierta manera repite en su vida la historia antiquísima del primer Adán, del gusto del pecado y de la caída original. Con razón se puede aplicar a quien vive para sí las palabras de Jesús en la parábola del texto evangélico: “¡Insensato! Esta misma noche te reclamarán el alma. Las cosas que has acumulado, ¿para quién serán?”. Así es quien atesora riquezas para sí, quien centra en sí su propio vivir y actuar entre los hombres.
Un segundo modo de vivir, el vivir delante de Dios. La sabiduría eterna nos enseña que la propia realización consiste y se lleva a cabo por el camino del vivir para Dios, de vivir a los ojos de Dios. El trabajo y el saber, a los ojos de Dios, tienen un sentido y un destino providenciales, más allá de los límites de la esfera mundana. Todo lo que uno hace por Dios en este mundo lo trasciende y habita, purificado y elevado, en la eterna morada de Dios. Vive ante Dios y para Dios el hombre nuevo, que ha sido rehecho por Jesús mediante el bautismo a su imagen y semejanza, que ha sido circuncidado no en su carne sino en su corazón, y viviendo delante de Dios vive sin miedo a la muerte, que considera, más que un final absurdo y sin sentido, una puerta a una existencia nueva de la que ya se participa, aunque sea de modo muy pobre y elemental. Por eso, el hombre nuevo tiene los pies bien puestos en la tierra y en los quehaceres de este mundo, pero su mirada y su corazón están puestos arriba, en el cielo, hacia donde camina con confianza y esperanza.
¿Tiene sentido cambiar de sentido? Los dos modos de vivir de que hemos hablado son como una autopista, con las dos vías separadas, sin posibilidad de maniobra para cambiar de dirección cuando uno quiera. Unos carriles van sólo en una dirección y otros en la dirección contraria. Esto da mucha mayor seguridad a los conductores, hace más fácil y menos cansado el conducir, se puede ir a mayor velocidad, se viaja a gusto en general, aunque habrá que tener cuidado en las curvas, no excederse en la velocidad, no dejarse vencer por la fatiga. Avanzo, progreso, veo que no voy sólo sino que muchos van por la misma dirección que yo. Pienso que he elegido bien la ciudad de mis sueños y que será una bendición vivir en ella. De vez en cuando observo que hay un letrero en el que está escrito: “cambio de sentido”. He visto que alguno que otro ha dejado la pista y ha buscado cambiar de dirección. Mi primera reacción ha sido: Ah... ¡pero qué tonto! ¿Tiene sentido cambiar de sentido?”, y he seguido adelante. Luego, ante otros letreros iguales, o en momentos inesperados, me ha venido la imagen de quienes salían de la autopista. ¿Por qué lo harán? ¿Será gente rara? ¿Pensarán que se han equivocado de dirección? ¿Habrán comprendido que la ciudad a donde van no es una isla de felicidad? La verdad es que la espinita de la duda se me ha clavado dentro. ¿Qué hacer? Te animo a cambiar de dirección, a tomar el carril que se dirige a la ciudad de Dios; a hacerlo en el próximo cambio de sentido, sin esperar al último... No creas que son pocos los que van en esa dirección. Al cambiar de sentido, te darás cuenta de que el tráfico es también intenso. ¡La ciudad del gran Dios! La ciudad de Dios es símbolo de verdad y de justicia, símbolo de amor y solidaridad, símbolo del auténtico sentido de la vida.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros. P Noel Lozano: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey.